Isaac Benítez nació en la ciudad de Panamá el 5 de septiembre de 1927, en uno de los muchos cuartos del icónico y vetusto edificio multifamiliar construido en 1914, conocido como “La casa de Piedra” ubicado en Calle 25 del populoso barrio El Chorrillo, donde también naciera el campeón de boxeo Roberto “Manos de Piedra” Durán.
En la parte de abajo de este edificio, además de la infaltable tienda de abarrotes regentada por chinos, se ubicaban varias sillas o puestos móviles de afamados limpiabotas del barrio. Durante la noche, en la misma acera, vendedoras de pescado frito con sus fogones de lata, se colocaban muy cerca de la Cantina Marylin y la Boite de Bedoya, dos sitios conocidos y frecuentados, por visitantes extranjeros y norteamericanos residentes en la antigua Zona del Canal, especialmente los fines de semana.
En este ambiente, rodeado de humo, olor a fritangas, música de calipso, ron y cerveza, transcurrió la infancia temprana del pintor Benítez, quien cursó sus estudios primarios en la Escuela Nicolás Pacheco -a la sazón dirigida por el ilustre educador panameño Ernesto Jiménez-. Allí tuvo ocasión de dar a conocer las precoces muestras de su innata vocación artística, las cuales quedaron efímeramente registradas, en las páginas de sus cuadernos de escuela.
Pasó luego a realizar estudios de enseñanza media en el Instituto Nacional. Al terminar el tercer año, su evidente necesidad de dedicarse a la creación plástica le forzó a buscar un nuevo centro de aprendizaje más acorde con su vocación. Se matriculó, así en la Academia de Bellas Artes, donde desde el momento de su llegada, se reveló como uno de los alumnos más aventajados. Humberto Vivaldi, el insigne director de dicha academia, se convirtió de inmediato, en uno de los principales mentores del prometedor artista.
En efecto, a partir de sus primeras obras formales sobre lienzo, empezó a ser considerado, tanto por sus maestros de la Escuela de Bellas Artes, como por algunos críticos de arte de la capital, como una de las grandes revelaciones de la joven pintura moderna panameña. Benítez comenzó en consecuencia, a ver colgados sus cuadros en los salones más importantes de la ciudad de Panamá. Pintaba bodegones y figuras humanas de gran colorido y con una fuerte tendencia a la abstracción y al cubismo. Una de sus obras titulada “La Matrona” (1948), fue destacada muy favorablemente por la crítica en los diarios de la época.
En esta primera y crucial etapa de su trayectoria artística, entre las personas de la sociedad capitalina que valoraron muy temprano su obra, podemos mencionar al joyero Moisés Stern, quien además de entusiasta coleccionista, se convirtió en mecenas del artista, facilitando el apoyo económico para que Benítez pudiera viajar a Europa (1950), a fin de ampliar su formación y perfeccionamiento de técnicas pictóricas en una de las capitales mundiales del arte, la ciudad de Florencia (Italia), en la que permaneció por espacio de dos años, y en donde recibió grandes elogios por su obra. Fue aquí, cuando lamentablemente, empezaron a manifestarse los primeros síntomas de una enfermedad psíquica, que se fue agravando progresivamente, y que finalmente, lo obligó a retornar a su Panamá natal.
A su regreso a Panamá, continuó pintando con verdadera inspiración, las que fueron, sus mejores obras, a pesar de encontrarse en un cada vez más penoso estado de salud mental. Con el apoyo de varios patrocinadores particulares, mentores y amigos como la señora Otilia Arosemena de Tejeira, los esposos Oduber, los profesores Bonifacio Pereira Jiménez y Demóstenes Vega Méndez, pudo realizar varias exposiciones importantes en diferentes galerías privadas de Panamá. Contó además con el apoyo de la UNESCO, en cuanto a la divulgación internacional de su obra, tenida y valorada ya, como la del mejor exponente de la pintura panameña y centroamericana contemporánea en ese momento.
No obstante, como suele ocurrir, la envidia y el recelo que siempre provoca el triunfador entre quienes le rodean, lograron lastimarlo, y fue lo que probablemente indujo al artista, cada vez más debilitado mentalmente por su enfermedad, a refugiarse en la soledad de su estudio, o a permanecer por horas sentado como ausente, en las bancas del parque de Santa Ana, en donde dejaba patente su preferencia por la compañía de perros y gatos callejeros, que por la de seres humanos.
Esta profunda decepción, le empujó también a malbaratar su obra -que podía haber alcanzado las cimas superiores de cotización en los mercados de arte centroamericanos-, y llegó al extremo de ofrecer algunos de sus cuadros a cambio de la exigua cantidad que le aseguraba su sustento por un corto espacio de tiempo. Probablemente, esta fue la forma elegida por Isaac Benítez para protestar contra la sociedad prosaica y mercantil que le rodeaba, así como para ejemplificar en su propia vida, ante sus compañeros artistas, la revolución estética e ideológica que pretendía implantar con su arte.
El artista conservó siempre como íntimo refugio, su modesto estudio en el desvencijado apartamento de El Chorrillo, donde vivió toda su vida. Allí, en la soledad de ese cuarto lúgubre, rodeado de pinceles, tubos de pintura y de infinidad de cuadros de bodegones y representaciones abstractas de todo tipo, cayó enfermo de tuberculosis y falleció prematuramente el 6 de noviembre de 1968, a los 41 años de edad, en medio de una -suntuosa pobreza- como alguna vez describiera el reconocido escritor Ernesto Endara.
Es meritorio destacar que Panamá realizó la impresión de un sello postal dedicado a honrar la memoria de Isaac Benítez, el 11 de septiembre de 1973. El artista dejó como legado, una espléndida producción pictórica que lo convierte a no dudarlo, en uno de los grandes artistas plásticos istmeños del siglo XX, y de paso, en uno de los más importantes precursores o pioneros, del arte moderno en nuestro país.
