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En el limbo: los migrantes deportados por Donald Trump a Panamá



Bajo el sol inclemente de ciudad de Panamá, un grupo de migrantes extracontinentales vive en una especie de limbo. Llegaron no por voluntad propia, sino deportados por Estados Unidos a un país que no conocen, donde el idioma les es ajeno y el futuro aún más incierto. En el gimnasio de Fe y Alegría, convertido en refugio improvisado, se mezclan el cansancio, la incertidumbre y la esperanza.

Marco Gómez, director de Fe y Alegría, los recibió con lo poco que tenía: camas disponibles, comida caliente y una red de solidaridad que se tejió entre la Iglesia Católica, la comunidad evangélica y la musulmana. “Vinieron voluntariamente. Les ofrecimos un espacio, y ellos aceptaron”, relata con serenidad, pero también con preocupación.

La historia de estas personas comenzó lejos de Panamá. En febrero, 299 migrantes fueron deportados por el gobierno de Donald Trump en varios vuelos. La mayoría fue enviada a sus países de origen en África y Asia, pero 112 de ellos se negaron a volver. Alegaron temores fundados: persecución, cárcel, incluso la muerte.

Tras un tránsito por la estación migratoria de San Vicente, en Darién, y una estadía temporal en un hotel capitalino, fueron llevados a un centro sin condiciones para albergarlos. El gobierno panameño les otorgó un permiso humanitario temporal de 30 días, válido desde el 7 de marzo. Pero ese permiso, como su estadía, es frágil, provisional. De hecho, vence hoy 7 de abril, aunque pueden solicitar una prórroga de hasta 90 días.

En el grupo hay personas de al menos 12 nacionalidades: Somalia, Etiopía, Afganistán, Irán, Camerún, Nepal, Rusia, China, entre otras. No hablan español. Algunos se comunican en inglés básico. Todos tienen historias que estremecen, como la del joven afgano que perdió un ojo en combate, mientras colaboraba con el ejército estadounidense contra el Talibán.

“Él dice que ahora su vida corre peligro porque ayudó a quienes ya no están en el poder”, cuenta el padre Gómez. No es el único con ese miedo. Un joven ruso, por ejemplo, se negó a participar en la guerra en Ucrania y huyó. “Objeción de conciencia”, explica el sacerdote. Otro caso, el de una joven iraní convertida al cristianismo, refleja amenazas de otro tipo. “Ella teme por su vida en un país donde cambiar de religión puede ser castigado”, dice.

En medio de este drama humano, la rutina se mezcla con la resistencia. Algunos de los 64 migrantes que llegaron inicialmente han abandonado el refugio. Hoy quedan 48. “Este lugar no está custodiado, ellos son libres. Algunos llegaron, almorzaron, y se fueron”, dice Gómez. La libertad, aunque parcial, es un alivio tras semanas de encierro.

En el limbo: los migrantes deportados por Donald Trump a Panamá
Los migrantes solicitarán una prórroga de su permiso temporal. Ohigginis Arcia Jaramillo

Fe y Alegría no solo da techo y comida. También coordina asistencia legal. El permiso de 30 días está próximo a vencerse y han iniciado gestiones para solicitar una extensión de 60 días más. “Creemos que la conseguirán, pero nada es seguro”, confiesa el director, con tono pragmático.

Los migrantes no quieren volver a sus países. Tampoco parece viable regresar a Estados Unidos. Algunos exploran la posibilidad de pedir asilo en Panamá, pero el proceso es incierto. “Cada caso es distinto y el sistema no está preparado para atender tantas nacionalidades distintas”, dice Gómez. Aun así, no se rinden.

“Esto es una crisis humanitaria”, sentencia el padre. “Aquí hay víctimas de políticas que los sobrepasan. Gente en el limbo. Pero en medio de tanta dificultad, también vemos la fuerza del ser humano, la resiliencia. Solo pedimos que el gobierno panameño asuma su parte y que la comunidad internacional no los olvide”.

Realidad en Miramar

Mientras esto ocurre en el corazón de ciudad de Panamá, en un rincón remoto del Caribe panameño, donde el mar parece no saber de fronteras ni de políticas migratorias, se levanta Miramar, un caserío costero del distrito de Santa Isabel. Mientras la capital lidia con deportaciones silenciosas, aquí llegan, casi a diario, grupos de migrantes venezolanos que ya no sueñan con cruzar al norte, sino con regresar al sur.

Vienen agotados, desilusionados, buscando un bote que los lleve de vuelta a su tierra. No hay alambres de púas ni estaciones de detención: solo una playa de arena blanca y la esperanza de volver a empezar, esta vez en casa.

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Las embarcaciones salen de Miramar, en Colón, a la frontera con Colombia. Ohigginis Arcia Jaramillo

El alcalde Amed Meza los ve llegar y partir con una mezcla de compasión y frustración. “Hacemos lo que podemos, pero esto nos rebasa”, dice mientras señala los caminos de tierra colmados de basura y los centros de salud sin personal suficiente.

La belleza del paisaje contrasta con el abandono institucional. “Necesitamos más presencia del Estado”, insiste, mientras mujeres embarazadas, niños con fiebre y jóvenes hambrientos esperan en las orillas el momento de zarpar. Aquí, en este paraíso escondido, la crisis migratoria también tiene rostro.

Entre los que esperan, está José Fernández. Tiene 34 años, la mirada quemada por el sol y los pies hinchados de andar. “Yo quería llegar a Estados Unidos, como todos”, admite. Pero tras ser rechazado en la frontera, ahora quiere otra cosa: volver a abrazar a su hijo en Venezuela. “Le doy gracias a Trump, porque me hizo abrir los ojos. La felicidad no está allá, está en mi casa, con los míos”, dice, sonriendo con una paz que no viene del asilo ni de un visado, sino de haber encontrado el verdadero norte en el sur.

Los últimos soñadores

Pese a las nuevas restricciones de Trump, Luis Soto, venezolano de Maracaibo, llegó a Panamá el 26 de febrero, con los pies marcados por el barro y la voluntad intacta. Atravesó el tapón del Darién en siete días, acompañado por su esposa embarazada de cinco meses. “No es que la selva sea dura”, dice, “pero hay muchos pasos difíciles”.

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Dos de los últimos migrantes que desafiaron Darién y que están en Lajas Blancas. Allí hay unos 15 caminantes. Ohigginis Arcia Jaramillo

En su voz hay más cansancio que queja, más memoria que miedo. Cuando finalmente logró salir de la selva, pensó que lo más difícil había pasado. Pero la frontera de Costa Rica ya estaba cerrada. Panamá, entonces, se convirtió en una pausa forzosa, un limbo donde su único plan es estabilizarse, buscar un rincón donde comenzar de nuevo. “Aquí o en Costa Rica”, dice. “Tengo un primo allá, quizá él me pueda ayudar”.

Ahora vive en Lajas Blancas, una comunidad que acoge a los últimos migrantes que aún no han salido del país. “Ahorita quedamos como quince personas nada más”, dice con resignación. Sabe que el sueño americano ya no pasa por el norte, al menos no por ahora. Lo que quiere es sencillo: un techo, trabajo, la posibilidad de que su hijo nazca en paz.

“No venimos a molestar”, insiste. “Solo buscamos un futuro, algo bien. Nada de corrupción ni problemas”. Su petición al gobierno panameño es directa, sin adornos: ayuda. Porque detrás del acento y la caminata larga hay un hombre que no quiere sobrevivir, sino comenzar otra vez.


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