Desde cualquier punto de vista, Changuinola podría llamarse Bananalandia. Pero es desde el cielo donde el nombre cobra todo su sentido: Es una cuadrícula perfecta de plantas iguales, idénticas, infinitas, que se repiten como si la tierra solo supiera cultivar un único fruto: el banano.
Son verdes, erguidas, obedientes. Cada una, una réplica de la otra. Y entre ellas, caminos rectos como venas de tierra abierta que se cruzan y bifurcan con precisión matemática.
El avión no aterrizó en una pista: aterrizó en una plantación. Al costado del asfalto, tras apenas un alambrado tímido, más bananos. Una vez fuera del aeropuerto, se hace notar un logotipo bastante conocido: el de Chiquita Brands. Chiquita no llegó: Chiquita fundó.

En 1899, cuando en estas tierras no había más que mosquitos, ríos y el murmullo de los ngäbes-buglés, la empresa desembarcó con la fuerza de un vendaval y convirtió la selva en finca. Desde entonces, los barcos no zarpan con esperanza, sino con racimos. Toneladas y toneladas de fruta que parten hacia países de América del Norte y Europa.

En esta región Changuinola no nació: fue sembrada. Cada barrio lleva por nombre una finca: Finca 66, Finca 6, Finca 11. Como si las personas no vivieran en comunidades, sino en parcelas. Las calles, las casas, los postes eléctricos, el agua que llega por las tuberías, todo fue instalado por la empresa, según los moradores, hace muchas décadas. La ciudad fue el apéndice de un negocio. Un campamento que, por error o por costumbre, acabó llamándose pueblo.
En el Bocas del Toro de las 80 mil personas en edad de trabajar, unas 7,500 madrugan entre las plantaciones, cortando racimos bajo un cielo cargado de humedad, mientras otras 24 mil giran en torno a ese mismo fruto: transportistas, empacadoras, comerciantes, jornaleros temporales. Casi el 40% de la población laboral depende, directa o indirectamente, de una industria que resiste entre altibajos, mientras la provincia carga con el doble estigma de ser la más pobre del país —con un 39.1% de su gente en situación de pobreza— y una de las más olvidadas.

Muchos de los trabajadores —en su mayoría indígenas— continúan reclamando mejores condiciones laborales, en un sistema que ofrece empleo, sí, pero que también deja heridas abiertas.

La anarquía en Changuinola
Desde hace cuatro semanas, este distrito se encuentra en la anarquía. Bloqueos, piedras, manteles, barricadas. Hay un punto de cierre en la carretera de Bocas del Toro cada 10 kilómetros, aproximadamente. ¿Por qué pelean?
Algunos dicen que contra la Ley 462, que reforma la Caja de Seguro Social (CSS), y otros, por la Ley 45, que regula las pensiones y jubilaciones de los trabajadores bananeros. Algunos protestan contra ambas normas; otros no lo tienen muy claro. En cada punto gritan consignas, preparan comida, y hasta hay mesas de dominó y juegos de bingo. La mayor parte de los manifestantes forma parte del Sindicato de Trabajadores de la Industria del Banano, Agropecuario y Empresas Afines (Sitraibana).
Muy cerca de uno de los principales puntos de cierre, en Finca 11, y en medio de un ambiente que refleja tensión, está Aris Pimentel, presidente de la Cámara de Comercio de Bocas del Toro, quien observa con desasosiego el rumbo que ha tomado la provincia.
Su análisis es una crítica a la desidia estatal: “Esto es el resultado de una vida entera de abandono”, dice con la calma resignada de quien ha visto pasar gobiernos sin cambios reales. Los políticos de turno —agrega— se han sucedido sin corregir los errores del anterior, y hoy Bocas del Toro, pese a sus riquezas, padece la falta de agua, de inversión y de liderazgo con visión.

El corazón económico de la provincia —recuerda Pimentel— late al ritmo del banano.
“Todo en Changuinola gira alrededor de eso”, afirma con la certeza de quien conoce los números: más de 7,300 empleos directos y cerca de 20,000 personas que, de forma indirecta, dependen de este monocultivo. Si la empresa bananera se va, “esto sería como Puerto Armuelles”, advierte.
Aunque no cree que la población muera de hambre, sí ve en ese escenario una desgracia con el colapso de una economía que aún no ha logrado diversificarse ni emanciparse del pasado.
Para Pimentel, ni la bananera ni los sindicatos mandan hoy en Bocas del Toro. “El daño más grande nos lo han hecho los malos políticos”, sentencia mientras cae la noche.

¿Lucha justa?
Nadie sabe exactamente en qué momento comenzó la podredumbre, pero Ubaldo Vallejo lo recuerda con la voz de quien ha visto secarse los racimos desde la raíz. “Aquí todo gira alrededor del banano”.
Exgobernador, excandidato a diputado, hombre de tierra y política, Vallejo ve en el conflicto de los bananeros algo más que una huelga; es una súplica repetida en el mismo dialecto del abandono. “Lo que están luchando es justo —dice—, pero lo arriesgan todo”. En sus palabras se siente el peso de una provincia entera que camina por un solo tallo: si se quiebra, todo cae.

En Bocas del Toro, el banano no es solo un cultivo: es un sistema circulatorio. El que no lo siembra, lo carga, lo vende o lo sueña. Y es en esa dependencia monolítica donde Vallejo pone el dedo, con más resignación que esperanza: “No es bueno que una sola actividad concentre tanto poder… pero así vivimos”.
La miseria, dice, no nació con esta huelga ni con este gobierno; viene de 40 años de clientelismo encarnado en un diputado eterno que gasta mucho y no hace nada: Benicio Robinson. Cada cinco años cambia el presidente, pero el cacique permanece.
Se intentó contactar al diputado Robinson, pero no hubo respuesta.
La provincia —dice Vallejo sin rodeos— está atrapada entre la fruta, el político y el sindicato. Una tríada perversa donde cada quien juega su parte y nadie asume la culpa. Chiquita, antes íntima del poder, ahora flota a la deriva del mercado; los líderes sindicales, curtidos en luchas, defienden con uñas lo poco que queda; y los políticos, algunos de ellos, buscan meter la mano “no para ayudar, sino para servirse”.
En Bocas del Toro ya no hay milagros, solo ciclos: huelga, represión, promesa, olvido. “Hay que dejar que los obreros luchen —insiste Vallejo—, pero que nadie los use”.

Los trabajadores
Muy cerca de allí, Arcadio Valencia camina entre las plantaciones como quien lleva una cruz invisible sobre los hombros.
Tiene 44 años, pero en el campo de banano su cuerpo cuenta los años como si fueran siglos. Comenzó a los 18 y hoy, bajo el sol furioso y la lluvia traicionera, su jornada no conoce clemencia. Se sube a la escalera, corta la bellota, embolsa la fruta, ajusta el hilo, gira la cabeza con esfuerzo, porque la nuca ya no obedece como antes.
“Aquí no hay oficina ni techo que lo cubra a uno”, dice con una resignación que no es tristeza, sino costumbre. Sus manos tocan el racimo, pero también el tiempo: ese que le ha robado fuerza sin que él dejara de dar el 99 %, por unos 550 dólares al mes.
En las parcelas, cada banano es testigo mudo del sacrificio. Arcadio recuerda cuando podía cubrir cinco hectáreas al día; ahora apenas llega a tres. A los mayores como él los relegan a recoger bejucos o bolsas viejas. El salario baja y los huesos duelen. Mientras la fruta viaja en barco hacia Europa, él se queda atrás, con las huellas enterradas en el lodo. “El gobierno no nos mira”, repite, y su voz suena como quien ha hablado mil veces sin respuesta.

Arcadio habla del poder que tiene Sitraibana, de los 7,000 trabajadores que representa, de cómo se sientan con la empresa y el gobierno a exigir respeto. Niega con firmeza la intromisión política, aunque las redes digan lo contrario.
“La política allá, nosotros acá”, sentencia, como si ese fuera un conjuro contra la corrupción. No defiende la ampliación de periodos sindicales por parte de los dirigentes como Francisco Smith, pero tampoco la condena: prefiere hablar de organización y hechos.
Terminación laboral
La tarde del jueves 22 de mayo, cuando el sol caía como plomo sobre las techumbres oxidadas y los caminos polvorientos, llegó el comunicado. Era un papel en el que Chiquita Panamá e Ilara Holding anunciaban la terminación laboral de todos los obreros diarios de sus fincas bananeras.

Casi cinco mil hombres y mujeres, que hasta hace poco convertían sudor en fruta, se quedaron sin machete y sin lunes. El anuncio decía que los afectados debían presentarse desde el viernes 23, entre ocho de la mañana y cuatro de la tarde, para cobrar su liquidación. Los trabajadores habían abandonado las fincas, según la empresa, “injustificadamente”.
Ahora, la multinacional calcula que las pérdidas superarán los 75 millones de dólares. Y siguen contando. A esto se une que Panamá va quedando rezagada en el mapa regional de la fruta dorada.
La peor cosecha; la del olvido
En 1995, con 532 mil toneladas exportadas, el país superaba a Honduras y Guatemala, y se mantenía a una distancia competitiva frente a gigantes como Colombia y Costa Rica. Pero, casi tres décadas después, la historia cambió de color. Mientras Ecuador, Guatemala y Honduras escalaron posiciones y duplicaron o triplicaron su producción, Panamá descendió hasta las 313 mil toneladas en 2023.
La caída que no solo refleja cifras, sino el desgaste de una industria que alguna vez fue símbolo de modernidad.

En medio de este escenario, el presidente José Raúl Mulino firmó con letra apurada el Decreto Ejecutivo 49, declarando el estado de emergencia en la provincia. El objetivo: reactivar el empleo, restablecer la salud, mediar con el sindicato Sitraibana.
Se espera que varios ministros viajen a Bocas del Toro en los próximos días.
De momento, en Changuinola, los machetes cuelgan de los clavos oxidados como recuerdos sin uso.

El río Sixaola, que antes arrastraba troncos y esperanzas, por estos días parece correr más lento.
No hay fruta; el empleo se fue, y con él, la seguridad de lo cotidiano. Lo único que queda en pie son las matas: verdes, ordenadas, como esperando una cosecha que tal vez no vuelva. La crisis en Changuinola deja una lección clara: pocas cosas pesan tanto como el abandono acumulado durante décadas.