Opinión

Vivir en tiempos revueltos

Hace veinticinco años, los panameños celebrábamos -con la emoción que produce el amor a la tierra- haber logrado ser dueños de nuestro destino. La histórica ruta que permitió desde tiempos coloniales el paso de riquezas, personas e ideas de un océano a otro, era finalmente nuestra. Atrás quedaban las batallas de tantas y tantos panameños que enfrentaron durante todo el siglo XX a los Estados Unidos, así como a su particular interpretación de aquellos nefastos tratados que no solo hicieron posible la construcción del Canal, sino que crearon un enclave discriminador en nuestra tierra.

Desde las primeras luchas de Eusebio A. Morales en defensa del puerto de la ciudad de Panamá, que nos relata con maestría la historiadora Marixa Lasso en sus Historias Perdidas; pasando por los frustrados intentos de revisar el tratado Hay-Buneau Varilla por parte del presidente Belisario Porras; las batallas que permitieron las revisiones de 1936 (Tratado Arias-Roosevelt), 1955 (Tratado Remón-Eisenhower); la siembra de banderas de 1958, los terribles e imborrables sucesos de 1964, la difícil y exitosa misión en Washington de Miguel J. Moreno ese mismo año, hasta los tratados Torrijos-Carter que hicieron posible el milagro, la ruta interoceánica ha estado en el centro de nuestra historia.

Justo por eso, ahora que el Canal celebra sus veinticinco años de administración panameña, las irracionales declaraciones del presidente electo de los Estados Unidos nos han descolocado a todos… incluso a los trumpistas locales.

Y aunque dicen que mal de muchos es consuelo de tontos, lo cierto es que no estamos solos en esta mezcla de preocupación y rabia que sentimos los panameños en este fin de año tan revuelto. En una sola semana Donald Trump amenazó la soberanía de Panamá, volvió a desafiar a Canadá y reiteró su viejo deseo de hacerse de Groenlandia.

Nos acompañan también en esta angustia colectiva México e incluso China, países a quienes ya advirtió que aumentará los aranceles de los productos que exportan a los Estados Unidos. También participan en este circo romano en el que la desinformación sustituye a los leones, esos millones de migrantes cuya expulsión de territorio estadounidense promete ser un éxodo de proporciones bíblicas.

Imagino también la preocupación y angustia de muchos funcionarios que, desde diversas organizaciones multilaterales trabajan para combatir la desigualdad, la discriminación, la falta de oportunidades, así como aquellos empeñados en que el mundo entienda la gravedad del cambio climático. Para ellos también se avecina un vendaval.

Vivimos en tiempos revueltos, donde la mentira y la desinformación se mueven a sus anchas, sumando incautos, alimentando miedos, provocando caos, destruyendo consensos, fomentando odios. Y como sabemos bien, no es algo exclusivo de los Estados Unidos y su futuro presidente.

Tal y como afirma la maravillosa escritora española Irene Vallejo en un reciente artículo publicado en El País, “en esta época de épica hiperventilada, los algoritmos, las redes y ciertos medios rentabilizan nuestra angustia. Al amplificar la sensación de caos, explotan la incertidumbre y el desconcierto y, en esa atmósfera, insuflan la idea de que necesitamos individuos poderosos, carismáticos, autoritarios, capaces de disolver con mano dura las dificultades….”. No encuentro mejor manera de describir lo que nos pasa.

Son tiempos de gritos airados y descalificantes contra todo aquel que simbolice la otredad.

“Feliz Navidad a los lunáticos radicales de izquierda”, escribió hace unos días Donald Trump. Lo acompaña en ese mismo estilo altanero el presidente de Argentina, Javier Milei, quien igual insulta al presidente del gobierno español, Pedro Sánchez al llamarlo “un incompetente, un mentiroso y un cobarde”, que al presidente de Chile, Gabriel Boric, a quien despacha con un irrespetuoso “poniendo zurdos en su lugar”.

La descalificación zafia lleva irremediablemente a la violencia. El irrespeto al opositor político convirtiéndolo en un enemigo que debe ser destrozado, demolido, es el camino que conduce irremediablemente a la destrucción de la convivencia democrática, las instituciones, provocando terribles violaciones a los derechos humanos. Conviene revisar la historia, ver con detenimiento las señales alarmantes que vemos por doquier y tomar acción. La democracia requiere demócratas que la defiendan.

Afortunadamente, Panamá aún está lejos de ese clima de polarización política que lleva a la violencia, pero hemos tenido momentos en que algunos han atizado ese fuego. Además, nos sobran motivos para la molestia.

Hace veinticinco años recibimos el Canal y a todos los panameños nos embargó una gran emoción. El horizonte se veía despejado y la ruta para construir un país con equidad y justicia parecía clara. No ocurrió; nos desviamos por el camino.

Ahora, las irracionales declaraciones del próximo inquilino de la Casa Blanca nos han sacudido con fuerza, pero también son una oportunidad para reflexionar sobre el valor de la democracia, la justicia, la equidad, el peligro del autoritarismo.

Es un buen momento también para trabajar en esas tareas que tenemos pendiente hace mucho: fortalecer la institucionalidad para que se ejecuten con eficiencia las políticas públicas que mejoren la calidad de vida de todos los panameños; acabar con la impunidad que ha ido destruyendo la confianza ciudadana en la democracia; proteger lo público, pues allí es donde crece y se forjan los ciudadanos; trabajar por el bien común. En fin, enfrentar estos tiempos revueltos.

La autora es presidenta de la Fundación Libertad Ciudadana, Capítulo panameño de TI