Llega diciembre, y con él uno de los momentos más esperados por los niños: las vacaciones escolares. Los pasillos se vacían, los cuadernos se cierran y el calendario marca una pausa que, en teoría, debería servir para descansar, jugar y reconectar con la esencia más simple de la infancia. Pero la realidad es otra: para muchos, las vacaciones no son sinónimo de descanso ni de alegría, sino de soledad, pantallas y rutinas que no cambian demasiado del resto del año.
En miles de hogares, los padres y madres siguen trabajando mientras los hijos permanecen en casa, muchas veces frente a un televisor, una tableta o un teléfono, alimentando sus horas con contenido digital sin pausa ni filtro. La pregunta se repite cada año, sin respuesta clara: ¿qué hacer en esos días con nuestros hijos? ¿Cómo ofrecerles tiempo de calidad cuando el propio tiempo nos falta?
Algunos padres optan por llenar la agenda con cursos de verano, campamentos o talleres que, si bien pueden ser enriquecedores, a veces se convierten en una extensión del año escolar. Se programan días completos de actividades como si los niños fueran pequeños ejecutivos, dejando poco espacio para lo más importante: el ocio libre, la imaginación, el descanso. En esa carrera por “aprovechar el tiempo”, olvidamos que las vacaciones también son un derecho a la pausa.
Pero ¿qué pasa con las familias que no pueden pagar programas o actividades? ¿Qué opciones reales tienen? Es fácil decir “busquen alternativas”, pero la verdad es que en Panamá las actividades gratuitas o accesibles se concentran en ciertos sectores, y muchas comunidades quedan al margen. Esta desigualdad deja a demasiados niños sin oportunidades para explorar, crear o simplemente ser.
Frente a esta realidad, vale la pena replantearnos el sentido mismo de las vacaciones. No se trata de tener a los hijos “ocupados” todo el tiempo, sino de ofrecerles experiencias significativas, acordes con su edad y con las posibilidades de cada familia. No hace falta mucho dinero para cultivar un entorno sano: basta con un poco de intención, creatividad y presencia.
Los niños necesitan movimiento, sí, pero también conversación. Necesitan aburrirse, porque del aburrimiento nace la imaginación. Necesitan espacio para correr, para leer, para equivocarse, para inventar sus propios juegos. Y necesitan, sobre todo, sentirse acompañados, aunque sea en momentos breves pero auténticos.
Los padres, incluso con poco tiempo o recursos, pueden hacer mucho si se lo proponen. Planificar juntos una comida, sembrar una planta, armar un rompecabezas, leer un cuento antes de dormir o simplemente dar un paseo pueden parecer gestos pequeños, pero construyen recuerdos duraderos y vínculos reales. Lo importante no es llenar la agenda, sino llenar el corazón.
Las vacaciones deberían ser una oportunidad para reconectar con lo esencial, no una extensión del cansancio o la prisa. Los niños no necesitan una lista interminable de actividades; necesitan equilibrio, movimiento, descanso y afecto. Y aunque el Estado y las instituciones tienen la responsabilidad de ofrecer espacios inclusivos y seguros, el cambio más profundo empieza en casa, con padres que comprendan que el mejor regalo para un hijo no es un curso más, sino tiempo de calidad y presencia genuina.
Este año, cuando cierren los cuadernos y las mochilas, recordemos que las vacaciones no son un lujo. Son un respiro necesario para que nuestros niños crezcan felices, curiosos y libres. Que no nos gane la prisa ni el miedo al aburrimiento: dejemos que sean niños, sin más.
La autora es educadora y escritora.


