Son las palabras de una madre afligida: su hija ha sido privada de libertad por un crimen que no cometió. En estos tiempos, pareciera que las masas reclaman sangre y castigo, no justicia.
Diversos estudios señalan que, desde la década de 1980, un fenómeno transformó los sistemas penales: la justicia penal comenzó a utilizarse como un arma política. Encarcelar personas y comunicarlo públicamente generaba réditos electorales. A esa falsa sensación de seguridad que prometen algunos gobernantes se le conoce como populismo penal.
La legislación penal debe intervenir únicamente cuando no sea posible acudir a otros mecanismos de control social y tiene como fundamento esencial el respeto a la dignidad humana. No se trata de encarcelar por encarcelar, sino de privar de libertad solo cuando resulte estrictamente necesario, en condiciones dignas y dentro del marco legal.
Surge entonces una pregunta fundamental: ¿cuál es el fin de la pena privativa de libertad? La respuesta se encuentra expresamente descrita en el Código Penal panameño. Por supuesto, no es brindar una falsa tranquilidad a la ciudadanía ni alimentar la idea de que los “animales salvajes” están enjaulados y, por tanto, ya no representan una amenaza. Sin embargo, eso es precisamente lo que ha prometido el punitivismo: a mayor número de encarcelamientos, mayor sensación de seguridad.
No solo las estadísticas desmienten esa premisa —las excarcelaciones no guardan correlación con las tasas de criminalidad—, sino que además se trata de una falacia. Panamá no tiene cadena perpetua; ese “animal salvaje” que la sociedad juzga y demoniza, inevitablemente regresará a la libertad.
¿Qué establece entonces la norma panameña respecto a la pena? Que esta debe cumplir funciones de prevención general, retribución justa, prevención especial, reinserción social y protección al sentenciado. Si bien este escrito no pretende desarrollar un análisis dogmático del precepto legal, resulta pertinente detenerse en la cuarta función: la reinserción social.
La función resocializadora de la pena se ha convertido en un objetivo distante de las capacidades reales del sistema penitenciario. Esto implica la readaptación del condenado a la vida en sociedad, para que abandone la conducta delictiva y vuelva a formar parte de la comunidad. Se entiende, así, que la persona condenada debe corregir las fallas que la llevaron a cometer el delito y retornar “recuperada” a la vida en libertad.
Pero la culpa es una forma de control y de violencia que se genera bajo los valores morales de la sociedad (Ángeles Constantino, 2019). Que esos valores continúen guiándose por una mirada punitivista y que el sistema penal responda a esa demanda social, incluso por encima de lo taxativamente dispuesto en la norma, es un despropósito, un retroceso en el estudio serio de los sistemas de justicia y una respuesta equivocada a una pregunta mal formulada.
La pena privativa de libertad fue concebida para corregir, no para convertirse en un instrumento de la política de seguridad de los Estados ni para sostener una ilusión de tranquilidad colectiva. Es necesario avanzar hacia un modelo de justicia más humano e inclusivo. Tal vez el camino sea lento, pero es necesario recorrerlo si aspiramos a una sociedad verdaderamente justa.
La autora es abogada de la firma forense JMC & Asociados.
