Debo aclarar desde el inicio que no soy historiador, diplomático ni tengo una profesión vinculada a relaciones exteriores. Soy simplemente un ciudadano panameño, orgulloso de su tierra. Los 4 millones de habitantes que compartimos estas tierras tenemos una historia común, íntimamente ligada a un canal interoceánico, producto de luchas generacionales y de un tratado internacional firmado en 1977, aprobado por la mayoría del Senado estadounidense y ratificado por la Organización de Estados Americanos (OEA). En otras palabras, lo pactado no puede cambiarse, salvo por el uso de la fuerza, lo cual solo agravaría las circunstancias.
Afirmar que el Canal “debe ser devuelto” y que fue un “error” entregarlo demuestra:
- desconocimiento de la historia,
- una maniobra para confundir con intenciones cuestionables, o
- todas las anteriores.
El Canal de Panamá opera principalmente para el comercio mundial; gran parte de los contenedores terminan en puertos estadounidenses. Es una ruta comercial estratégica con un perfil militar bajo. Durante los años más tensos de la Guerra Fría, entre la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y Estados Unidos, se mantuvo neutral, igual que ahora.
Sin embargo, resulta intrigante que resurja el interés en el Canal, junto con Canadá y Groenlandia, como si se tratara de un patrón geopolítico que excede la mera administración de recursos locales.
Parecería que se persigue un objetivo más amplio: ejercer control en una disputa contra un rival económico que ha crecido inesperadamente. Este enfrentamiento refleja los manejos internos de potencias globales y no tiene conexión alguna con los intereses panameños. Lamentablemente, ahora nos involucran y buscan culparnos de errores ajenos.
Cuestionar las tarifas del Canal y exigir su reducción contradice los principios del “libre comercio”, pilar de las economías liberales. Además, la figura central de esta polémica tiene un historial de evasión fiscal, abuso laboral y comentarios denigrantes hacia ciudadanos de origen hispano. Aunque se presenta como líder de los nacionalistas conservadores, también exhibe afinidad con grupos racistas. Curiosamente, evita referirse a dictaduras como las de Nicaragua, Venezuela o Cuba, los mayores focos de migración regional. Estas omisiones generan suspicacias y sugieren un interés velado en desestabilizar democracias, como intentó hacerlo en enero de 2020.
Panamá vivió como colonia durante los años en que Estados Unidos controlaba el Canal. Desde diciembre de 1999, con el Canal en manos panameñas, ha operado sin problemas para el comercio global. Sin embargo, persisten tensiones internas sobre la distribución de ganancias y la composición de la Junta Directiva de la Autoridad del Canal de Panamá (ACP). Aunque el Canal pertenece indiscutiblemente a los panameños, el manejo interno de sus recursos y nombramientos ha dejado sectores sin representación adecuada.
Por otro lado, la administración portuaria por empresas vinculadas a Hong Kong tiene antecedentes oscuros, que un contralor y un exvicepresidente han ocultado por más de una década. Es fundamental investigar estos casos y entender las razones de tanto secretismo.
No debemos olvidar la sangre derramada por un pueblo humilde para recuperar el Canal. Tristemente, los beneficios de esa lucha no se han distribuido equitativamente, ni en tierras, ni en ganancias, ni en puestos de importancia. El Canal se ha convertido en un negocio más, como ocurre en muchos ámbitos gubernamentales. Aunque se generan millones, persisten dudas sobre su destino.
Finalmente, no podemos obviar los riesgos medioambientales asociados a la minería. Este tema, directamente relacionado con el Canal de Panamá, merece atención prioritaria para evitar impactos irreversibles en nuestro entorno y recursos hídricos.
El autor es magister en salud pública.