La desintegración física del mirador chino, a las faldas del Puente de las Américas, ocurrida el último sábado de 2025 como resultado de una decisión obtusa, desató una indignación comprensible. La memoria histórica y cultural es frágil cuando se le hiere de ese modo.
La importancia demográfica y emocional de la comunidad china en Panamá es tan evidente como las implicaciones políticas y diplomáticas de la infame demolición. Sin embargo, esta reflexión busca destacar algo más profundo: la importancia intrínseca de preservar las prácticas y los espacios que nos mantienen en contacto con quiénes somos, quiénes fuimos y quiénes queremos ser.
Cuando la memoria flaquea y ni siquiera los más longevos recuerdan de dónde venimos, corresponde al patrimonio cultural e histórico servir de antídoto contra la amnesia de la identidad colectiva. El mirador aludía a más de un siglo de presencia, trabajo e historia de la comunidad china en nuestro país, una trayectoria que merece ser recordada. No obstante, su demolición no es más que un atentado adicional —entre muchos otros— contra la identidad cultural y, por consiguiente, histórica de Panamá.
Esta epidemia del olvido identitario también ha alcanzado prácticas tradicionales como la construcción de la casa de quincha, reconocida por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial y que requiere medidas urgentes de salvaguardia. Ante ello, surge una pregunta inevitable: ¿vale la pena un progreso que nos deja sepultados bajo los escombros de nuestra propia historia? Me resisto a aceptar que la extinción de lo nuestro sea una condición necesaria para el desarrollo.
Portar la identidad como estandarte es una decisión cotidiana. En el lenguaje, la comida y las tradiciones persisten vestigios de un pasado que habilitó el futuro y que hoy es presente. Ese pasado es único, auténtico y exclusivamente nuestro. Dejarlo morir sería dilapidar un patrimonio invaluable y empobrecernos de historia y de memoria, hasta quedar sin gracia como nación.
Resulta indispensable que, como panameños, nos reconozcamos en esas prácticas y espacios para no permitir su desaparición. La idea de un país sin relatos que contar ni enseñanzas que transmitir resulta estéril y aleja cualquier posibilidad de atractivo cultural, social o económico. Si la identidad nacional no basta como motivación, quizá lo haga la convicción —por más utilitaria que suene— de que la inversión extranjera y el turismo requieren también de memoria y autenticidad.
Sería deseable que la indignación generada por la demolición del mirador se traduzca en una voluntad equivalente para promover y proteger nuestra cultura. Indignarse es fácil; lo que viene después es lo que define el verdadero peso de la pérdida.
Mantengo la esperanza de que episodios como este, o la urgencia de salvaguardar prácticas como la junta de embarre, se conviertan en estímulos suficientes para formar una ciudadanía consciente de lo que posee y de la importancia de conservarlo.
El cómo hacerlo dependerá de las capacidades de cada quien, pero seguramente podremos hallar formas pertinentes y creativas —pequeñas o grandes— de evitar pérdidas irreversibles que traerían más desgracia que desarrollo a Panamá.
La autora es internacionalista y diplomática de carrera.

