En Panamá –y supongo que en muchos más países– hay cosas que oímos o leemos con frecuencia, pero sin prestarle atención. Frases de cajón, como cuando, por ejemplo, damos una felicitación de cumpleaños. El “regalo” consiste en desear salud, ¡mucha salud! Sin ella no importa todo lo demás. “La educación es la única herencia que le dejaremos a nuestros hijos” es otra, pues no hay riqueza que legar.
Expresiones del saber popular que desbordan verdades y que, pese a ello, casi siempre se dicen solo por decir. Es como cantar Amor y Control, de Rubén Blades, sin reflexionar sobre nuestras vidas y los problemas del prójimo.
El punto es que he leído las opiniones sobre el contenido de esta columna en las que se quejan no del fondo, sino del tono: que destilo rabia y que me tomo las cosas de forma personal.
No diré lo contrario, estoy de acuerdo. Admito que la mayor parte de las veces me tomo muy en serio –y de forma personal– el robo del que somos víctimas todos los días por todos los gobiernos, de cómo nos mienten y se acomodan para hacer “negocios”, de su indiferencia y de su soberbia sobrealimentada de poder, pero también de su incompetencia e ignorancia. No sé cómo reaccionarían esos que critican el tono, pero estoy seguro de que, si les roban el carro o la plata de la quincena, se lo tomarán muy personal.
Así es que sí, yo me tomo personal el atraco que consuetudinariamente nos hacen los ignorantes ladrones de los gobiernos. Si hubiera más personas que se tomaran a título personal las miserias de las que todos somos objeto –como el robo de nuestra salud –que sin ella todo lo demás sobra– y el despojo que sufre la educación de nuestro hijos o nietos –que es la única herencia que les dejaremos–, estoy seguro de que nos robarían menos. Pero, si ver tal pillaje solo les provoca indiferencia o levantar los hombros, no hay mucho de qué hablar.
Me tomo muy personal ver a ancianos que reciben medicinas de mala calidad –cuando las hay– en la Caja de Seguro Social o ver sus caras de decepción y desesperanza cuando les dicen con cruel indiferencia que no hay reactivos. Para mí es muy personal que les roben oportunidades a jóvenes brillantes, pero sin recursos, para dárselas a esa segunda generación de sinvergüenzas –hijos, sobrinos y hasta nietos de políticos– que ni siquiera gastan su plata mal habida en la educación de su parentela.
¿Amor es robar para educar a la familia? Me parece que es todo lo contrario. Roban para que los ladrones del futuro –sus parientes– sean más sofisticados. Y la mayoría de los beneficiarios conocen perfectamente la sucia procedencia del dinero que paga su educación en las mejores universidades.
Sí, lo admito, detesto eso. Me invade la rabia cuando pienso que podríamos ser una mejor sociedad –y no la caricatura que somos– con mejores ciudadanos, un país rico en oportunidades y rico por su gente, de no ser por este pesado lastre de corrupción e ignorancia que nos hunde en el hábitat donde moran nuestros políticos: su fétido lodazal.
Son ellos los únicos que prosperan, pobres diablos que creen que el dinero es la única riqueza por la que hay que luchar. Cuentan con que todos pensemos y actuemos como ellos, pues ese es el terreno donde florece su corrupción. Son la escoria y la miseria vestida de seda y oro. Naturalmente, hay excepciones, pero la pestilencia comienza a envolvernos a todos. Si les disgusta el tono, sepan que el respeto se gana, no viene con el cargo. Y, de la misma manera que se toman personal mis palabras, les aseguro que también me tomo muy personal su latrocinio.



