Varios diputados de la Asamblea Nacional han exigido eliminar del presupuesto general del Estado las partidas destinadas a seguros privados para altos funcionarios. El planteamiento, en principio, parece sensato: si un servidor público recibe un salario elevado, no debe cargar al erario el costo de su atención médica privada.
Sin embargo, la iniciativa expone una contradicción que no puede ignorarse: quienes hoy alzan la voz contra los privilegios deben, antes que nada, predicar con el ejemplo. De nada sirve exigir austeridad si no se está dispuesto a asumirla personalmente.
La Asamblea Nacional tiene la facultad constitucional de recortar o suprimir este tipo de gastos, siempre que no se trate de partidas obligatorias por servicio de deuda o inversiones públicas. Por tanto, si el cuerpo legislativo realmente considera inaceptable que ciertos funcionarios gocen de seguros médicos privados financiados con fondos estatales, puede tomar acción inmediata en su propia institución.
Pero la realidad apunta en otra dirección. Actualmente, diversos funcionarios de alto rango —entre ellos magistrados del Tribunal Electoral, miembros del Órgano Judicial y personal directivo de entidades autónomas— cuentan con pólizas privadas con coberturas millonarias, muy superiores a las posibilidades reales del ciudadano promedio que depende de la Caja de Seguro Social. Este trato preferencial no solo resulta socialmente irritante, sino jurídicamente cuestionable.
La Constitución es tajante: el artículo 19 establece que “no habrá fueros ni privilegios”, y mucho menos puede haber discriminación en el acceso a derechos fundamentales como la salud. La existencia misma de seguros privados exclusivos financiados con fondos públicos, además de ser símbolo de inequidad, constituye una violación de ese mandato constitucional.
Dicho esto, también conviene examinar con mayor detenimiento los casos de instituciones que, por la naturaleza de sus funciones o por operar bajo esquemas financieros autosostenibles, no representan una carga directa para el presupuesto del Estado. Si dichos seguros médicos se costean con recursos generados internamente —sin afectar el erario— y responden a condiciones laborales de alta demanda o riesgo, su existencia merece ser evaluada bajo un criterio distinto, más técnico que político.
No se trata, por tanto, de aplicar un rasero uniforme sin distinción, sino de identificar con rigor qué casos constituyen privilegios indebidos y cuáles pueden tener una justificación funcional, siempre que haya transparencia, rendición de cuentas y equidad comparativa con el resto del aparato público.
En este contexto, los diputados no solo están llamados a fiscalizar el uso correcto del presupuesto. Están, además, obligados a ser coherentes con lo que pregonan. Resulta éticamente insostenible que quienes critican los privilegios ajenos mantengan intactos los propios. Si la intención es verdaderamente corregir abusos, el primer paso debería ser la renuncia voluntaria —y pública— a todo beneficio extraordinario que los coloque en una categoría distinta al resto de los ciudadanos.
Más allá del debate sobre seguros privados, lo que está en juego es el principio mismo de igualdad ante la ley. En democracia, no puede haber ciudadanos de primera y de segunda. Y mucho menos servidores públicos por encima de las reglas que ellos mismos están llamados a aplicar.
La eliminación de estas pólizas privadas no es solo una medida de ahorro. Es, sobre todo, un acto de coherencia política, una corrección de rumbo institucional y un paso mínimo hacia la restauración de la confianza ciudadana. Si los diputados quieren demostrar verdadero compromiso con la equidad y el respeto a la Constitución, deben empezar por casa.
El autor es máster en administración industrial.


