Ray Dalio vio venir la burbuja puntocom antes de que el Nasdaq se incendiara. También Peter Lynch, Howard Marks e incluso George Soros, desde su trinchera contracorriente. Todos alertaron, todos tuvieron razón, pero demasiado pronto. Ese es el drama del visionario: acertar cuando nadie escucha y pagar el precio de tener razón antes de tiempo. En 1995 y 1996, estos gurús ya hablaban de excesos, mientras el Nasdaq avanzaba como si ignorara las leyes de la gravedad. En 1999, Soros sangraba pérdidas millonarias por apostar contra la euforia y Buffett era señalado por no subirse a la ola tecnológica que multiplicaba fortunas. Pero en marzo de 2000, el espejismo reventó y la historia, con brutal ironía, les dio la razón.
Ese espejo lejano vuelve a reflejarse hoy. No faltan voces que repiten la palabra prohibida: burbuja. Esta vez no se trata de páginas web con valoraciones delirantes, sino de algo más profundo y seductor: la promesa de la inteligencia artificial. Palantir cotiza hoy a múltiplos que rozan la fantasía. El S&P 500, medido frente a ganancias reales, está más caro que casi en cualquier otro momento del último medio siglo, salvo en 1999 y 2000. Un CAPE alto predice retornos bajos a largo plazo, y eso parece casi matemático cuando se observan décadas de comportamiento bursátil. El problema es que lo que se cumple en diez años no sirve para salvar a nadie mañana. La estadística es sabia y cruel: en el corto plazo, la correlación se esfuma.
Ante ese vacío predictivo nació la tentación de buscar señales más primitivas, casi sociológicas. Donde antes había euforia verbal, ahora hay picos de búsqueda. Hay un patrón contundente: cuando un tema financiero alcanza su mayor nivel de búsquedas en Google, sus rendimientos tienden a desplomarse en los meses siguientes. La burbuja puntocom cayó 90% tras su pico; Dogecoin, 80%; Bitcoin y GameStop, 70%; ARKK, 65%; y así sucesivamente con cannabis, wearables, SPACs (Special Purpose Acquisition Companies), espacio y energía solar. El mensaje es claro: la euforia masiva llega tarde. Cuando la inversión se vuelve tendencia y conversación popular, el mercado ya consumió el impulso y solo queda el descenso.
La inquietud se intensifica porque la curva de búsquedas sobre “AI stocks” ya descendió después de su máximo en agosto, justo cuando algunos precios comenzaron a tambalear. Nvidia retrocedió 13% desde su techo. El índice de semiconductores de Filadelfia replicó el descenso. El Global X Artificial Intelligence & Technology ETF (AIQ), estrella reciente del entusiasmo inversor, sufrió un descenso de 12%. Bitcoin, compañera emocional del riesgo tecnológico, perdió más de 25% de su valor en octubre. Nada se ha roto, nadie corre hacia las salidas, pero el rumor ya fue sembrado.
Los que predijeron la burbuja con exactitud milimétrica fueron castigados por adelantarse. Julian Robertson, leyenda del rendimiento compuesto, terminó cerrando su fondo dos días antes del derrumbe real. Ver el precipicio no le sirvió, porque el mercado tardó demasiado en caer.
Hoy muchos buscan al nuevo Robertson. Algunos creen que ese lugar lo ocupa Michael Burry, conocido por anticipar el colapso hipotecario de 2008. Este año decidió apostar contra varias figuras de la inteligencia artificial, entre ellas Palantir y Nvidia, y en octubre anunció el cierre de su fondo. Ahora dirige su puntería hacia Tesla, pues considera que la compensación basada en acciones está diluyendo a los accionistas en alrededor de 3,6% anual y que no existe un programa de recompra que reduzca el impacto.
Si la historia rima, su retirada podría ser un trueno que apenas empieza a escucharse. También es posible que no ocurra nada y que dentro de cinco años estemos celebrando otro mercado eufórico que vuelva a dejar en ridículo a quienes llamaron a la prudencia.
El mercado financiero tiene memoria corta y castiga tanto la ingenuidad como el exceso de lucidez. Los inversores que hoy desean anticipar el fin del encanto tecnológico deberían recordar que acertar es más fácil que acertar a tiempo. La euforia se parece a esas mareas que retroceden lentamente antes de romper con furia en la costa. El ruido vuelve, sube, parece eterno. Hasta que no lo es.
El autor es cirujano sub especialista.
