“¿Qué me deprime? Ver a la gente estúpida feliz”. Slavoj Žižek
Bien sabemos que Žižek es un filósofo contemporáneo y psicoanalista lacaniano que se caracteriza por sus comentarios provocativos, que intentan invitarnos a pensar sobre aspectos profundos de la condición humana. Aunque la frase precedentemente presentada se suele atribuir a su autoría, la verdad es que no tenemos la certeza de que aparezca publicada en sus obras, al menos las que hemos leído, pero lo fundamental es que encapsula en ella su crítica constante a la cultura del consumismo, la banalización de las emociones y la ideología que reduce la felicidad a un estado trivial de satisfacción instantánea.
La intención de provocar algo en el lector mediante esta afirmación nos hace filosofar, es decir, plantearnos preguntas fundamentales: ¿qué entendemos por felicidad? ¿Es la felicidad un estado de ánimo desligado de la profundidad intelectual o moral? ¿Existe un vínculo inherente entre la búsqueda de la verdad, el conocimiento y una vida feliz? Pues bien, en la historia de la filosofía, la felicidad ha sido objeto de extensos debates: para Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, la “eudaimonía” (felicidad o florecimiento) era el fin último del ser humano, alcanzado a través de la virtud y la razón.
Por el contrario, filósofos como Schopenhauer veían a la felicidad como una ilusión pasajera en un mundo marcado por el sufrimiento. Paralelamente, Nietzsche consideraba que el ideal de la felicidad como ausencia de conflicto era más bien una forma de negación de la vida misma. Cuando Žižek nos pica con su crítica, nos invita a revisar estas tradiciones y cuestionar las nociones modernas de felicidad, a menudo reducidas a indicadores externos como el consumo, el éxito individual, la apariencia de prosperidad o la evasión del pensamiento crítico. ¿Es esta “felicidad sin profundidad” una forma de alienación? ¿Qué nos revela este fenómeno sobre nuestra cultura y nuestra capacidad de enfrentar las verdades incómodas?
Procedamos, entonces, a analizar el vínculo entre ignorancia y felicidad, puesto que esta relación ha sido objeto de análisis en múltiples tradiciones filosóficas. La idea de que la “ignorancia es felicidad” se popularizó en la cultura moderna, aunque tiene sus raíces complejas que van más allá del lugar común. Platón, por ejemplo, en su diálogo La República, a través del mito de la caverna, describe cómo los prisioneros de la caverna viven satisfechos con sombras y apariencias, ignorantes de la realidad exterior. Para Platón, esta ignorancia no era la verdadera felicidad, sino una forma de esclavitud intelectual (La República, VII, 514ª-520ª).
Por su parte, el filósofo francés Voltaire, en su novela titulada Cándido, ironiza sobre el optimismo ingenuo de Pangloss, quien afirma que “todo sucede para el mejor de los mundos posibles”: esta afirmación refleja una forma de ignorancia disfrazada de conformidad, que Voltaire expone como absurda frente al sufrimiento y la injusticia en el mundo. Voltaire señala que, para enfrentar la realidad, aunque sea doloroso, a veces es preferible vivir en una ilusión complaciente.
Ahora bien, la crítica más radical a la felicidad ligada a la ignorancia proviene de Friedrich Nietzsche, quien rechazó siempre el concepto de felicidad como un objetivo válido para el ser humano. En su Genealogía de la moral, denuncia la moral del rebaño, que es la que busca la comodidad y la conformidad servil y patética. Para Nietzsche, el ideal de la felicidad burguesa es una forma de debilidad espiritual que sofoca el potencial humano para la grandeza, el sufrimiento creativo y el enfrentamiento con la dura realidad. Pues bien, la filosofía contemporánea, que gracias a Dios cuenta con un Žižek que contrarresta la ola de intelectuales progres, extiende la crítica nietzscheana al contexto del capitalismo tardío, donde la felicidad se promueve como un producto totalmente comercializable.
Žižek nos dirá que el mandato de “ser feliz” en las sociedades posmodernas opera como una ideología que reprime el pensamiento crítico y la disidencia real. Puntualmente, en su obra “El sublime objeto de la ideología” (1989) expone que el problema con la ideología dominante es que hace que nuestras insatisfacciones parezcan fallas individuales, en lugar de síntomas de un sistema claramente defectuoso y violento, pero cada vez más sutil en sus estrategias agresivas. El vínculo entre ignorancia y felicidad, por lo tanto, no es insidioso, malicioso y mucho menos inocuo: enfrentarse a las verdades incómodas es, sin duda alguna, una experiencia dolorosa, pero, como argumentaba Sócrates, “una vida sin examen no merece la pena ser vivida” (Apología de Sócrates, 38ª). Sí, la ignorancia puede ofrecer consuelo momentáneo, pero la verdadera felicidad, según muchas tradiciones filosóficas, está ligada al conocimiento, la virtud y la confrontación con la realidad.
Es momento, entonces, de pasar al próximo paso en el análisis, a saber, pensar la crítica a la felicidad como objetivo último, puesto que ha sido recurrente esta inquietud en la historia de la filosofía, especialmente cuando esta se reduce a un estado superficial de satisfacción banal o placer instantáneo. En este sentido, Žižek como otros tantos pensadores, cuestiona la obsesión contemporánea con la felicidad, argumentando que esta funciona como una herramienta estrictamente ideológica que oculta las tensiones estructurales del sistema en el que vivimos.
En su obra Viviendo el fin de los tiempos (2010), nuestro filósofo afirma que el mandato ideológico de ser feliz se convierte en una forma de coerción, un encubrimiento de las verdaderas causas de nuestro malestar. Este pensamiento no viene de la nada, puesto que en la filosofía de la Escuela de Fráncfort, especialmente en las obras de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, se identificó cómo el capitalismo utiliza la promesa de felicidad para domesticar a las masas.
Particularmente, en la obra Dialéctica de la Ilustración, estos autores criticaron la industria cultural, que transforma la felicidad en una mercancía o producto comercial: “El entretenimiento no hace más que imitar la vida para justificarla. Se convierte en una prolongación del trabajo en las fábricas (Dialéctica de la Ilustración, 1944, p.156). Desde esta perspectiva crítica queda bastante claro que, en este modelo, la felicidad es una distracción que impide a los individuos cuestionar las injusticias y las alienaciones del sistema.
Por su parte, el psicoanálisis, en particular la obra de Sigmund Freud, aporta una visión crítica sobre la búsqueda trivial de la felicidad en su obra El malestar de la cultura (1930), en la que señala que la felicidad es algo esencialmente subjetivo y que las aspiraciones humanas para evitar el sufrimiento son, en última instancia, infructuosas debido a las limitaciones inherentes a nuestra condición psíquica y social. Recordemos que, para Freud, la promesa de felicidad absoluta es ilusoria y, en muchos casos, está destinada a fracasar. Desde este punto de vista, la obsesión contemporánea por la felicidad como objetivo último refleja una tendencia cultural hacia la evasión sistemática de los problemas reales y profundos de la existencia humana. Y ya que hablamos de la condición humana, no podemos olvidar a Hannah Arendt, quien en su obra titulada La condición humana (1958) sostuvo que la vida activa no debe subordinarse únicamente a la búsqueda del placer o la felicidad pasajera, sino al compromiso con la acción, el pensamiento y la construcción de un mundo común.
En definitiva, amigos míos, según la gran mayoría de nuestros autores citados, pero en particular Aristóteles, lo ideal sería dejar de concebir la felicidad como un fin en sí mismo, o un estado placentero, sino como el resultado de vivir de acuerdo con la virtud y la razón. Esta concepción contrasta con las versiones más hedonistas de la felicidad, sugiriendo que esta debe estar subordinada a valores éticos y al desarrollo humano pleno, por lo que la crítica a la felicidad individualista postmoderna no implica rechazar la búsqueda de bienestar, sino una crítica que nos ayude a dilucidar si la felicidad es realmente nuestra, o si es solo un reflejo de las expectativas del sistema en el que vivimos.
Por último, tenemos que rever la confrontación con la verdad como camino hacia la auténtica felicidad. En oposición a la noción de felicidad como comodidad superficial, diversos pensadores han defendido que la auténtica felicidad surge del enfrentamiento con la realidad, incluso cuando ésta es incómoda y/o dolorosa. Este enfoque sostiene que el crecimiento personal, la virtud y el conocimiento son componentes esenciales de una vida digna y plena.
Volviendo a Nietzsche, en su obra El nacimiento de la tragedia (1872) enlaza la figura del personaje de la tragedia griega, quien enfrenta las realidades más crudas de la existencia con honor y valentía. Nietzsche llega a afirmar que la existencia y el mundo parecen justificados únicamente como fenómeno estético, lo cual indica que la verdadera felicidad no reside en la evasión del dolor, sino en su integración en una vida que acepta y afirma la realidad en su totalidad.
Por su parte, Immanuel Kant vinculó la búsqueda de la felicidad con el deber moral y la razón en su Crítica de la razón práctica, distinguiendo entre la felicidad como estado subjetivo de placer y la realización de una vida ética conforme al deber. Desde la perspectiva kantiana, el verdadero propósito de nuestra existencia no es ser felices, sino hacernos dignos de la felicidad por lo que la dignidad se alcanza mediante la autonomía y el respeto a la ley moral, más que por el mero disfrute de los placeres efímeros.
Complementariamente, Arendt amplió esta perspectiva en su obra La vida del espíritu (1978) al hacer hincapié sobre la importancia del pensamiento como una actividad que conecta al individuo con la verdad, al señalar que pensar nunca está garantizado para traer la felicidad, pero puede ofrecer reconciliación con nuestra realidad.
En este contexto, la capacidad de reflexionar críticamente, incluso frente a las verdades más perturbadoras, es esencial para buscar tener una vida digna y significativa. Incluso el cristianismo, con autores como San Agustín de Hipona, considera que la verdad es el fundamento de la felicidad auténtica. En su obra Confesiones, Agustín indica: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde te amé. Tú estabas dentro de mí, pero yo estaba fuera, y fuera te buscaba” (Confesiones, X, 27).
Esta búsqueda de la verdad interior, identificada en este caso con Dios, se presenta como el camino hacia una felicidad que trasciende las apariencias externas y los placeres pasajeros. Pues bien, en nuestra contemporaneidad, Žižek retoma esta tradición al denunciar la felicidad promovida por el capitalismo como un obstáculo para enfrentar las verdades fundamentales de nuestra condición humana y las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad (y se nutren de ella).
Para Žižek, la verdadera libertad- y por ende, la posibilidad de una felicidad auténtica- sólo es alcanzable cuando nos atrevemos a mirar más allá de las ilusiones cómodas. Por lo tanto, la confrontación con la verdad no es sólo un desafío filosófico, sino una condición de posibilidad para una felicidad que no sea vacía ni manipulada. Esta perspectiva nos ofrece replantear las prioridades de nuestras sociedades, privilegiando el pensamiento crítico, la virtud y el compromiso ético sobre la búsqueda de gratificaciones inmediatas, como las que le damos a nuestras mascotas cuando se portan bien según nuestro criterio.
A lo largo del texto, hemos visto cómo la ignorancia y la evasión pueden brindar una felicidad superficial, pero ésta carece de sustancia y profundidad. La filosofía, en sus múltiples enfoques, nos advierte contra los peligros de perseguir un ideal de felicidad hueco, diseñado para mantenernos complacientes en lugar de enfrentarnos con los desafíos de la existencia. La auténtica felicidad, como señalan los pensadores precitados, no puede ser reducida al placer o al conformismo que exige quietud y alienación, sino que requiere de un compromiso con la verdad, con la virtud y con el desarrollo integral de nuestra humanidad. Evidentemente, queridos lectores, este camino no está exento de dificultades; de hecho, implica aceptar el sufrimiento, la incertidumbre y la incomodad que surgen de mirar la realidad tal como es. Sin embargo, es precisamente en esta confrontación donde encontramos la posibilidad de una vida más plena y con significado.
En un mundo donde la felicidad se comercializa como una mercancía y la ignorancia se promueve como una virtud, la filosofía nos interpela a resistir esta narrativa y a buscar una felicidad que no esté enajenada ni subordinada a las imposiciones de la sociedad de consumo. Trajimos a Žižek a la mesa porque su provocadora afirmación nos recuerda que la verdadera emancipación no pasa por evitar la incomodidad de pensar, sino por abrazarla como un acto de libertad.
De esta forma, la felicidad auténtica no es un fin en sí mismo, sino el resultado de vivir con integridad, reflexionar críticamente y comprometernos con los valores que nos humanizan, es decir, nos dignifican. Así, y solo así, podemos superar la banalidad de una felicidad ignorante y banal para aspirar a una existencia que, aunque imperfecta, valga la pena de ser vivida.
El autor es docente, escritor y filósofo.