Hay un lugar mágico en el que el tiempo se detiene, la paciencia se evapora y los modales se tiran por la ventana: la fila. Llámese fila para el banco, para el bus, para el baño público o incluso para el cielo (aunque dicen que allá sí se respeta), las filas son ese espejo donde la sociedad se ve tal cual: a veces educada, muchas veces desesperada… y, en ocasiones, muy creativa.
Tomemos por ejemplo la fila del banco. Uno llega con cara de resignación, ficha en mano, dispuesto a esperar su turno como todo buen ciudadano. Pero entonces aparece “el vivo”, ese personaje que se desliza como culebra entre la gente, con el celular en la oreja, murmurando: “yo solo voy a preguntar algo rapidito”. Spoiler: nunca es rapidito, y nunca solo pregunta. Sale con un préstamo aprobado y una sonrisa que da ganas de cambiarse de banco… o de país.
En las filas del transporte público es donde se libran las verdaderas batallas épicas. Como la señora que saca codo con precisión quirúrgica para colarse en el metrobús. O el caballero que, en un acto de sacrificio supremo, “acompaña a su tía” en la fila… pero se sube primero que ella. Aquí, el que no improvisa, no avanza. Y si hay lluvia, prepárate: las filas se disuelven como azúcar en café. Todos corren, nadie respeta, y siempre hay uno gritando “¡yo estaba primero!” desde un charco.
Y no hablemos de las filas en carretera. Ahí el respeto es opcional y el “juega vivo” es ley. Siempre hay uno que se tira por el hombro, avanza 200 carros y luego pone direccional con cara de inocente, como diciendo: “¿me dejas meterme? Es que tengo el arroz en el fuego…” El resto lo mira con odio puro, pero al final alguien lo deja pasar, y ahí es cuando el mal triunfa. Hay que admitirlo: en este país, el karma viene con tráfico incluido.
La pandemia nos enseñó a hacer filas a dos metros de distancia. Algunos aprovecharon para hacer amistad; otros, para meditar. Pero también surgió el fenómeno del “guardador de puesto profesional”: “Voy adelante, mi primo viene atrás con cinco más, pero ya tú sabes, estamos juntos desde las vacunas”.
Y ni hablar de las filas del supermercado. Uno cree que va de salida cuando aparece la señora con el carrito repleto y cara de “¿me dejas pasar? Solo llevo dos cositas”. Acto seguido, saca 38 latas, una sandía, tres gallinas y un bono navideño vencido. Y uno, que dijo que sí por pena, termina viendo crecer las canas.
Por si fuera poco, están las filas invisibles: esas que nadie hace, pero todos reclaman. En el ascensor, en el baño de mujeres o en el cumpleaños cuando reparten pastel. Siempre hay uno que “no vio la fila”, pero tiene plato y cuchara listos.
En fin, respetar las filas es más que urbanidad: es una forma de reconocer que todos tenemos prisa, que nadie quiere perder tiempo y que sí, todos tenemos arroz en el fuego. Tal vez, si nos tratáramos como nos gustaría ser tratados en la fila del cielo, este mundo sería un poquito más decente... o al menos un poquito más paciente.
Hasta entonces, respira profundo, haz tu fila… y lleva buen calzado. Porque el respeto, como el buen humor, siempre está de pie. Y si te desesperas, recuerda: podrías estar peor… en la fila del Seguro Social.
El autor es ingeniero retirado.

