Por años, Panamá navegó en aguas turbias, atrapado en un letargo que drenó la confianza de su gente. La administración anterior pareció aplicar un freno de mano al desarrollo nacional, sumiendo al país en una incertidumbre que devoró sueños y oportunidades. No obstante, el amanecer de una nueva gestión ha traído consigo un aire distinto, un ímpetu renovado que se traduce en acciones concretas y decisiones que han empezado a devolver la confianza a un pueblo que, por demasiado tiempo, se sintió a la deriva.
El presidente Mulino asumió el timón con firmeza, consciente de que la nación no podía permitirse más dilaciones ni titubeos. En estos primeros compases, su Gobierno ha demostrado que hay voluntad política para hacer lo que durante años fue postergado. Se ha atacado la migración irregular con decisión, reduciendo flujos que desbordaban nuestras fronteras y desafiaban nuestra soberanía. Se han tomado medidas para evitar que el país siga siendo una autopista de tráfico humano, donde miles de migrantes quedaban a merced de coyotes y redes de trata. Esto no solo ha aliviado la carga sobre nuestras comunidades fronterizas, sino que ha dado un mensaje claro: Panamá no será cómplice de una crisis que nos sobrepasa, pero que tampoco podemos ignorar.
Paralelamente, la mora quirúrgica, esa vergonzosa herida abierta en nuestro sistema de salud, ha comenzado a desmoronarse. No con discursos vacíos ni promesas de papel, sino con acciones tangibles: cientos de cirugías realizadas, pacientes que llevaban años esperando atención finalmente intervenidos, hospitales que retoman el dinamismo perdido. Esto, por sí solo, representa un alivio enorme para quienes vieron su salud deteriorarse sin poder hacer nada más que resignarse a la lentitud de un sistema que no daba respuestas.
La generación de empleo para jóvenes es otro pilar fundamental de este nuevo arranque. No se trata solo de estadísticas o de números para la galería, sino de oportunidades reales para una juventud que, en muchos casos, se encontraba atrapada en un limbo de frustración. Más de mil plazas de trabajo abiertas en la fase inicial del programa del primer empleo son un primer paso en la dirección correcta. La reactivación de la Ciudad de la Salud es otro punto a destacar. Ese nuevo elefante blanco, testimonio de la indolencia y falta de voluntad, ha comenzado a cumplir su razón de ser. Una instalación de esa magnitud no podía seguir siendo un monumento al desperdicio y al fracaso institucional.
Pero más allá de estas acciones concretas, hay dos frentes que definirán el éxito o el fracaso de esta administración: el saneamiento de las finanzas públicas y la reforma a la ley del Seguro Social. Ambas son tareas titánicas, urgentes y profundamente impopulares en ciertos sectores.
Sabíamos de antemano que meter mano en la Caja de Seguro Social sería como patear un avispero. No se trata de un problema nuevo ni de una crisis inesperada; es un drama que se viene gestando desde hace décadas y que nadie antes se atrevió a enfrentar con seriedad. El sistema actual es insostenible. Seguir fingiendo lo contrario es una irresponsabilidad que costaría, en el futuro cercano, el colapso total de las jubilaciones y las prestaciones médicas de millones de panameños. Sin embargo, lo que debería ser un debate técnico y serio ha sido tomado por sectores que no buscan soluciones, sino confrontación.
Las protestas recientes han expuesto el lado más oscuro de la manipulación política. Lo que en principio debía ser una manifestación de inconformidad se ha transformado en un espectáculo de violencia sin sentido. Panameños humildes enfrentándose a panameños humildes, ciudadanos atrapados en medio de una batalla que no es la suya. Y mientras el país se desgarra en estos episodios de caos, hay actores en la sombra que se frotan las manos, dispuestos a incendiarlo todo con tal de hacer valer sus intereses particulares.
Aquí es donde debemos trazar una línea clara e infranqueable. El derecho a la protesta es legítimo, necesario y fundamental en una democracia, pero lo que hemos visto en las calles no es una genuina expresión de malestar social, sino un secuestro del país por parte de grupos que han hecho de la inestabilidad su modus operandi. No podemos permitir que quienes se autoproclaman “populares”, pero que en realidad representan intereses mezquinos y agendas ocultas, sigan usando la violencia como herramienta de presión.
Basta ya. Panamá ya enfrenta desafíos externos lo suficientemente serios como para, además, debilitarnos internamente. No podemos seguir permitiendo que la anarquía se normalice, que el vandalismo se justifique o que la estabilidad nacional quede a merced del capricho de quienes se benefician del desorden.
Señor Presidente, vamos bien. El país ha recuperado la fe y la esperanza, pero la confianza del pueblo es un bien frágil que debe ser resguardado con celo. La gente quiere trabajar, progresar, construir un futuro. No permitamos que quienes se alimentan del caos impongan su agenda de destrucción.
Panamá merece un futuro de orden, justicia y estabilidad. La tarea no será fácil. Hay fuerzas que intentarán descarrilar el progreso, pero la nación aún cree en su liderazgo. No podemos defraudarla.
Que no se nos enrede el país, señor Presidente. Panamá no puede volver a perderse en el laberinto de la incertidumbre.
El autor es escritor y consultor en gestión cultural