“Prohibido olvidar” no es una consigna decorativa ni un eslogan que deba activarse solo cuando llega el 20 de diciembre. Es una responsabilidad ética con nuestra historia y, sobre todo, con las personas que aún cargan las consecuencias humanas de la invasión de Estados Unidos a Panamá en 1989. A más de tres décadas de aquel hecho, el olvido no ha sido casual: ha sido selectivo, cómodo y, en muchos casos, funcional al poder.
El 20 de diciembre fue declarado oficialmente Día de Duelo o Reflexión Nacional mediante la Ley 291. Sin embargo, en la práctica, para amplios sectores de la sociedad se ha convertido en un día libre más, diluido entre compras, entretenimiento y agendas personales. Cuando una fecha tan dolorosa pierde contenido, no es solo la memoria la que se debilita, sino también nuestra capacidad colectiva de aprender del pasado.
Como terapeuta ocupacional, me ha tocado atender y escuchar a sobrevivientes civiles del 20 de diciembre y a familiares que, hasta hoy, no saben qué ocurrió con sus seres queridos. He escuchado silencios cargados de culpa, miedo, rabia y tristeza. He visto cómo el trauma no resuelto se transmite entre generaciones. También he conversado con exmiembros de las Fuerzas de Defensa, cuyas historias, incómodas para algunos, revelan realidades crudas, humanas y complejas. No hay una sola narrativa. Hay muchas verdades que conviven, y todas merecen ser escuchadas.
Estas experiencias no pueden quedarse únicamente en reportajes ocasionales o efemérides mediáticas. Urge que esta dinámica de conversatorios, de escucha activa y de diálogo honesto se replique en escuelas, actos públicos, universidades, museos y espacios comunitarios. La memoria no se preserva con monumentos silenciosos, sino con encuentros que sensibilicen a las nuevas generaciones y las conecten con la historia viva del país.
Tras la invasión, el movimiento civilista emergió con fuerza como una respuesta ética al autoritarismo, a la violencia y al abuso de poder. Fue un movimiento que defendió la democracia, la soberanía y la dignidad nacional. Hoy, sin embargo, cabe preguntarse qué ocurrió con esa misión. Con el paso del tiempo, muchos liderazgos se diluyeron, otros se institucionalizaron y algunos terminaron absorbidos por la lógica del poder, los intereses económicos y el beneficio personal, hasta llegar a la corrupción. La lucha por la memoria fue desplazada por la administración del poder.
Esa contradicción también se refleja en la política actual. Panamá es gobernada por un presidente que se identifica con el civilismo, pero cuya administración incluye figuras vinculadas al Partido Revolucionario Democrático (PRD), partido que tuvo un rol determinante en la crisis política y social de los años 80. No se trata de negar la reconciliación ni el pluralismo, sino de señalar cómo el país ha normalizado un olvido selectivo, donde se recuerda lo conveniente y se archiva lo incómodo.
En ese mismo marco, resultan comprensibles las críticas al mensaje reciente del alcalde capitalino, Mayer, cuando aborda fechas de duelo nacional con una lógica que muchos percibieron como ambigua: respeto simbólico por un lado, pero apertura al comercio y al entretenimiento por otro. No todo puede ni debe negociarse. Hay fechas que exigen coherencia institucional, sobriedad y respeto.
La memoria histórica no es un obstáculo para el desarrollo; es su base ética.A los familiares de los desaparecidos, este país les debe mucho más que declaraciones oficiales. Les debe verdad, reconocimiento y espacios reales de escucha. Su dolor no prescribe. Mientras existan preguntas sin respuesta, Panamá no puede darse el lujo de pasar la página.
“Prohibido olvidar” significa educar con honestidad, gobernar con memoria y construir ciudadanía consciente. El 20 de diciembre es más que un día: es una herida abierta que solo puede empezar a sanar si dejamos de mirarla con indiferencia y asumimos, como sociedad, que recordar también es un acto de justicia.
El autor es terapeuta ocupacional y docente.


