Las categorías izquierda y derecha han dejado de ser marcos útiles para interpretar el funcionamiento político contemporáneo. Ambas se han transformado en espacios identitarios que exigen adhesiones automáticas y renuncias al pensamiento crítico. En lugar de organizar la deliberación pública, hoy funcionan como tribus emocionales que sustituyen la reflexión por pertenencia. Este desplazamiento empobrece el debate y reduce la capacidad colectiva para examinar los problemas reales del país.
En Panamá, esta tribalización se expresa con especial claridad en la polarización afectiva. No se trata de un alineamiento por ideas, sino de un alineamiento por emociones. El ciudadano afirma una identidad frente a un antagonista imaginario, y esta construcción emocional erosiona la disposición a pensar, a evaluar y a exigir resultados. La política deja de ser un espacio de análisis y se convierte en un circuito cerrado que solo confirma certezas o prejuicios, donde casi nadie se detiene a comprender el país que habitamos.
La derecha panameña expresa esta dinámica de forma visible. Ningún candidato presidencial se ha presentado abiertamente como parte de la derecha, y el hecho no es accidental. Las realidades estructurales del país —entre ellas la desigualdad que nos ubica como el segundo país más desigual de América Latina, la falta de acceso pleno al agua en comunidades numerosas, el deterioro de la educación pública y la fragilidad del sistema de salud— vuelven políticamente insostenible cualquier narrativa que minimice la función social del Estado. Defender en campaña que el Estado no debe garantizar derechos como educación o salud tendría un costo electoral enorme en una sociedad donde la demanda por bienes públicos es evidente. El discurso clásico de la derecha no resulta popular en Panamá y por ello ningún candidato lo asume explícitamente. Sin embargo, varias de esas políticas se activan una vez en el poder, como ocurre actualmente. Es la expresión de una derecha que no se nombra, pero opera mediante decisiones que reducen el alcance del Estado social.
Tampoco la izquierda ofrece una alternativa que corresponda a una cultura democrática madura. En lugar de constituirse como un espacio de análisis crítico, se ha transformado en otra tribu cerrada donde la pertenencia está condicionada por la aceptación de una narrativa que justifica cada acción con la idea de enemigos históricos o conflictos geopolíticos que exigen unidad interna. El cuestionamiento se interpreta como deslealtad. La autocrítica desaparece. La vieja frase que afirma que los trapos se lavan dentro reaparece como mecanismo de control, un mecanismo que contradice de manera frontal los principios democráticos, que requieren transparencia y responsabilidad pública.
Se suma a esto la inclinación de algunos proyectos de izquierda a enquistarse en el poder una vez alcanzado. La institucionalidad deja de ser vista como un límite legítimo y se convierte en una frontera que debe ajustarse a los intereses del proyecto político. Esto debilita los contrapesos, erosiona la legitimidad y alimenta una cultura de opacidad que impide la mejora real de las políticas públicas.
A este cuadro se agrega una tendencia persistente entre algunos ciudadanos. Las redes sociales y los bucles de información han impulsado la importación ingenua, poco rigurosa y desinformada de debates que no pertenecen a nuestra historia ni a nuestra estructura institucional. El mejor ejemplo es la réplica automática del conflicto cultural conservador–liberal de Estados Unidos. Se trata de categorías trasladadas sin análisis, sin contexto y sin comprensión de su origen. En ese proceso se fabrican enemigos imaginarios y la discusión pública termina concentrándose más en el jardín ajeno que en los problemas reales que afectan nuestro propio patio. El resultado es un debate público desconectado de los desafíos que determinan nuestro desarrollo.
Mientras tanto, los problemas esenciales siguen sin resolverse. La eficiencia del Estado continúa en crisis. Los recursos públicos no se traducen en resultados. La representación política permanece debilitada. La desigualdad persiste sin alteraciones significativas. Y la ausencia de un proyecto nacional vuelve más incierto el futuro. Cuando la energía se consume en polarizaciones afectivas y en identidades importadas, estos desafíos se desplazan a un segundo plano. Sin pensamiento crítico ni evaluación real de la acción pública, la democracia se convierte en un ritual que pierde contenido.
Frente a este panorama, resulta imprescindible afirmar que las políticas públicas deben ubicarse por encima del péndulo quinquenal de los gobiernos. Panamá necesita un acuerdo de Estado que reconozca que los recursos públicos son sagrados, entendidos como bienes que deben ser administrados con rigor y protegidos frente a la improvisación de los ciclos políticos. Es indispensable una cultura administrativa que establezca la evaluación permanente como mandato constitucional, acompañada de indicadores que permitan medir, corregir y mejorar cada política pública.
Un Estado que construye políticas sostenidas más allá de los periodos electorales demuestra que se toma en serio su propio desarrollo. Un país que trata su recurso público como sagrado es un país que comprende la responsabilidad histórica de su administración. Un sistema institucional que es evaluado de forma constante aprende, se corrige, genera confianza, valor público y se fortalece con el paso del tiempo. Ese es el tipo de arquitectura estatal que puede acercarnos a la categoría de país desarrollado.
La polarización afectiva no produce desarrollo. Produce desgaste, distracción y resentimiento social. Genera ruido, pero no soluciones. Alimenta emociones, pero no políticas públicas capaces de transformar la vida de las personas. Panamá no puede seguir atrapado en esa lógica emocional que divide sin generar respuestas.
La salida no se encuentra en la izquierda ni en la derecha tal como hoy funcionan. La salida está en la construcción de un Estado evaluable y una ciudadanía deliberante. Panamá necesita un pacto institucional que coloque la eficacia, la eficiencia y la evaluabilidad en el centro del futuro democrático que buscamos.
El autor es polítólogo y administrador público/Profesor de políticas públicas en la Universidad de Panamá.
