Mañana 16 de septiembre, se cumplen 4 semanas de la brutal e inmisericorde golpiza que se le propinó a un ser humano, ante la asombrosa parálisis de quienes transitaban temprano esa mañana, a pie o en autos, por la avenida Israel, frente a la iglesia de la Divina Misericordia, hasta que un grupo de estudiantes se detuvo entre el agresor y el agredido.
Su dolor debió ser no solo desgarrador sino sordo. El cuerpo inerte, sin movimiento, flácido, tirado en la calle, sin responder cada patada al cuerpo y a la cabeza no era un mecanismo de protección. La parálisis o inmovilidad tónica es un comportamiento instintivo bien descrito en animales y en seres humanos ante la tortura, la violación carnal, el temor de ser muerto, la desventaja o incapacidad de ponerse de pie y luchar (“fight or flight”), o la muerte inminente.
La inmovilidad tónica es una forma de parálisis extrema frente a la amenaza, algo como en el sueño durante las pesadillas, cuando no sale el grito ni se devuelve el golpe para protegerse.
Es un fenómeno que se observa en animales y cuántas veces no ha sido Ud. testigo con alguno de sus animales domésticos que “se hace el muerto” o se hace el hipnotizado, frente a una reciente travesura. Es un mecanismo para sobrevivir a lo que viene.
Quizás más frecuentemente lo ha visto entre los pájaros, pero se ha descrito en reptiles, mariposas, insectos, peces y muchos otros animales.
Aquella mañana, la inmovilidad tónica se apoderó de los transeúntes adultos, cuando el agresor gritaba “es un homosexual”.
El tiempo transcurrió entre el espanto y la incertidumbre. ¿Sería que, por algún momento aquel 16 de agosto, quienes veían tan horrendas imágenes de violencia y sevicia en sus pantallas de los celulares, no pudieron discernir si eran o no reales, falsas o genuinas, o si eran solo una manipulación de imágenes e información para el espectáculo?
No fue la primera vez que las redes permitieron ver semejante grado de violencia contra seres humanos de todas las edades, género y condiciones. Acostumbrados a la violencia y crimen que todas las semanas luce el cine desde las pantallas grandes y chicas, nos hemos desensibilizado al punto de no reconocer que nos hemos convertido en cómplices de tales comportamientos, entre el silencio y la comodidad del sofá, en el cuarto con aire acondicionado o en auto filmando con un celular, una Cola bien fría, unas galletas de sorbeto, narrando cada golpe frente al teléfono que filma sin temblores.
La “triple revolución” del internet, el teléfono celular y las redes nos han secuestrado.
Me regresó la amarga visión en aquel túnel, de aquellos depredadores inhumanos, empujándose o amontonados, bajándose con apuros y descuidos de sus veloces motocicletas, ahora tiradas a un lado del pavimento, con filmadoras rodando película en la oscuridad y el repetido click de los disparadores de las cámaras de fotografiar.
Con sus manos sin temblor ni sudor, le robaban con frialdad imágenes a los cuerpos desencajados y afeados, con huesos desordenados, seguro, vaciadas las cuencas de los ojos desconcertados, los labios mustios y rotos, la piel sin sangre, pálida y ausente.
Allí yacía la Princesa Diana de Inglaterra y sus acompañantes. Era el 31 de agosto de 1997.
Este desagradable episodio de hace un mes cundió con toda clase de opiniones enfrentadas en las redes, donde hubo ocasionales puñetazos con abundante empaque político y poco o alguno, ético.
No faltaron francos improperios, vulgares epítetos, mundanos razonamientos, de los mismos que promueven tales actos sin que ocultaran sus excusas disfrazadas para sublimar la discriminación y la homofobia. La cobardía y la sevicia de la mano, como en el crimen de la avenida Israel.
Otros, también rabiosos y puntuales, señalaron el odio que se ha ido creando y criando en algunos segmentos de la sociedad, contra toda aquella persona que tiene una orientación sexual no coincidente con su género o contra personas que transitan de un sexo al otro.
Hubo quienes quisieron negar esta realidad nacional con respecto a la diversidad sexual, sistemática entre nosotros y que se niega con la misma vehemencia que, en los Estados Unidos, los grupos racistas niegan la discriminación racial sistémica y estructural, que no se oculta en ningún plano de la sociedad, sea el de la salud, la educación, el laboral, o el profesional. La sociedad retratada en blanco y negro. Somos personas, no sexos.
El autor es médico pediatra y neonatólogo