Me siento abatida por los resultados de la elección en Estados Unidos. Aunque mantenía una pequeñísima esperanza de que Kamala Harris ganara, estaba psicológicamente preparada –más o menos- para un triunfo de Donald Trump. Pero no estaba preparada, ni de lejos, para la victoria aplastante que Trump logró. Ahora han salido algunos analistas a argumentar que su margen de triunfo fue menos aplastante de lo que parece, porque la diferencia en el voto popular fue poquísima y unos cuantos miles de votos aquí y allá hubieran cambiado el resultado en el Colegio Electoral.
Esto me parece consuelo de tontos. De nada sirve autoengañarnos y traficar en ilusiones. Los hechos incontrovertibles son que Trump ganó la Casa Blanca y la mayoría en ambas cámaras legislativas, por márgenes claros y contundentes. Gobernará como le dé la gana, sin limitaciones ni “checks and balances” (controles y contrapesos), ya que también controla la Corte Suprema. Por aclamación popular, será a sus anchas el autócrata que soñó ser, y que prometió ser. Porque él no trató en ningún momento de esconder lo que haría como presidente; lo dijo alto y claro, repetidamente.
Acepto el hecho pero no puedo comprenderlo, mucho menos explicarlo. Me queda claro, por tanto, que he estado viviendo en un planeta distinto al que creía habitar. Claro que comprendo –hasta cierto punto-- que los norteamericanos están muy polarizados en cuanto a estatus económico, nivel de educación, región, creencias religiosas, y vulnerabilidad al efecto de la inmigración. También comprendo – hasta cierto punto—que hay un tremendo resentimiento social contra la élite que las clases populares perciben como opresores que controlan el gobierno y el poder económico. Incluso comprendo que el Partido Demócrata se ha convertido en el partido de la élite de alta educación mientras que el Partido Republicano se ha convertido en el partido de los obreros y los de menos educación; esto es lo inverso del rol tradicional de los dos partidos, y representa un fracaso completo por parte de los demócratas.
Percibo entonces una lucha de clases en lo que ha ocurrido en esta elección, una que Trump diagnosticó correctamente y que los demócratas no vieron venir. Ceguera voluntaria, creo, de la que yo misma tendré que declararme culpable. Parece que yo también he estado viviendo en esa burbuja de la Costa Este (“East Coast”) que no vive la misma vida que los habitantes de Ohio, Oklahoma, y Texas, para mencionar solo algunos ejemplos.
Pero lo que no comprendo es cómo las clases anti-elite puedan ver su salvación en Donald Trump, al extremo de entregarle poder absoluto. Es enteramente irracional pensar que este hombre megalómano, inmoral, criminal, narcisista, mentiroso, racista, sexista, y violador de los más elementales principios democráticos será quien lleve a su país a un mejor futuro.
¿Cómo es que los 76 millones de personas que votaron por Trump no vieron el peligro que él representa? La única explicación que encuentro es una que mencioné en la columna del 24 de octubre: que es ilusorio pensar que la gente vota racionalmente. Eso es un cuento de hadas. La triste realidad, escribí, es que los pueblos votan en base a “actitudes y prejuicios frecuentemente adquiridos desde la niñez, junto a ‘lealtades de tribu’ consolidadas después”. Por ello, es inútil anhelar que los ciudadanos miren los hechos racionalmente “porque los votantes no se molestan en analizar los hechos, [sino que] meramente ajustan su interpretación de los hechos para que estos embonen con las actitudes y prejuicios preconcebidos”. (Ver Democracy for Realists, por Christopher Achen y Larry Bartels, Princeton University Press, 2017). Agregaré que me parece innegable que ideas retrógradas como supremacismo, racismo, sexismo y homofobia influyeron en la votación, ya que estos fueron temas centrales de la campaña de Trump.
Del modo que sea, veo que mi tiempo como columnista tiene que acabarse. Resulta que llevo décadas de estar creyendo en una visión de democracia que es un cuento de hadas, y que vivo en un planeta tan distante como Marte. Con la columna de hoy cuelgo los guantes y engaveto la pluma. Ha sido mi gran placer servir como corresponsal y columnista de este diario desde 1986; amo La Prensa, agradezco la oportunidad que me brindó, y atesoro la gentileza de los lectores que me regalaron su tiempo durante tantas décadas. Eventualmente, espero, recuperaré la fe en democracia, en periodismo serio, y en ideas progresistas como vía hacia un mundo mejor. Pero por hoy, ante las duras realidades que debo encarar, me despido como columnista.
La autora es periodista y abogada.