A los que crecimos en el Panamá setentero, la nostalgia nos abraza con una fuerza singular en estas fechas. La Navidad, entonces, poseía un encanto que hoy parece casi irreal, un matiz mágico que nos transporta a un tiempo donde la ciudad entera se vestía de alegría y esplendor. No había casa, apartamento o pequeña esquina que no se engalanara con luces brillantes, Arboles y nacimientos cuidadosamente dispuestos, testigos fieles de las tradiciones que, con cariño, heredamos de nuestra concomitancia con los americanos. Aquellos años estaban impregnados de un consumismo vibrante, sí, pero sin la asfixia que hoy produce el costo de la vida. La Navidad se sentía más humana, más próxima, y, sobre todo, más nuestra.
La Avenida Central, que partía desde Calidonia y se extendía hasta Santa Ana, era mucho más que una simple avenida principal; era el corazón palpitante de una ciudad que parecía nunca dormir. Un gigantesco mall al aire libre donde se encontraban el lujo y la sencillez, lo exclusivo y lo popular, sin distinción alguna. Desde el primero de diciembre hasta el mismo 24, el ir y venir de familias enteras, convertía aquella avenida en un verdadero hervidero de vida. Ahí se daban cita todas las clases sociales, unidas por la búsqueda de regalos, juguetes, ropas y detalles que dieran forma a la ilusión navideña. Y es que, en esos días, la seguridad y la tolerancia eran moneda corriente; el panameño salía a las calles con la confianza de quien sabía que la ciudad también le pertenecía. Las familias que tenían la dicha de contar con un auto recorrían emocionadas los hermosos Nacimientos de Bethania, para luego pasar a disfrutar de la Calle Belén en San Francisco, iluminando sus rostros llenos de asombro y alegría.
En los barrios que hoy llevan el peso de la historia, como El Chorrillo, San Felipe y mi querida Santa Ana, donde nací, la Navidad se vivía con una intensidad que eriza la piel al recordarla. Las melodías navideñas flotaban en el aire, como un coro interminable que recorría las calles y se colaba por las ventanas abiertas. Willie Colón y Héctor Lavoe nos acompañaban con sus Asaltos Navideños, mientras El Gran Combo de Puerto Rico lo hacía con su Vieja Voladora que parecía hecha para nosotros. En cada esquina, un radio encendido unía a vecinos y amigos. Era un tiempo donde el verano llegaba puntual, inaugurando diciembre con cielos de un azul cristalino y una brisa que confirmaba su llegada.
La vida, entonces, transcurría a un ritmo pausado y cercano. Las familias se reunían en torno a mesas generosas, donde el aroma del pavo, el jamón glaseado y los tamales llenaba el ambiente de promesas y recuerdos. Los niños, con los ojos brillantes de ilusión, aguardaban ansiosos frente al arbolito los regalos del Niño Dios o de Santa Claus, que sin duda era una tradición importada pero gratamente celebrada. En mi barrio, la sencillez era nuestra mayor riqueza, bastaba una bola de fútbol, un par de patines y si nuestros padres podían, una bicicleta era suficiente para desatar la alegría colectiva. Los adultos, mientras tanto, compartían las bebidas espirituosas de la época, brindando entre canciones y anécdotas que hacían de cada Navidad un recuerdo imborrable y hoy memorable.
Los parques y plazas se transformaban en escenarios improvisados donde la vida social alcanzaba su máxima expresión. El barrio de San Felipe, el 25 de diciembre era el epicentro de todo y de todos, los más chicos hacían de Las Bóvedas la mejor pista de patinaje del mundo, y la más concurrida además, mientras los adolescentes entregaban su primer beso junto a las coloniales murallas teniendo al majestuoso Mar del Sur como testigo. Luego, junto a nuestros padres, las noches, iluminadas por luces parpadeantes, nos invitaban a caminar sin prisa, saludando a los vecinos, que, con una sonrisa, te deseaban un “¡Feliz Navidad!” sincero y cálido. Las iglesias, con sus misas de gallo, eran el refugio de quienes buscaban en la fe el verdadero significado de estas fechas. Y aunque no faltaban las dificultades económicas, el espíritu solidario y comunitario hacía milagros. Nadie se quedaba sin una cena o un abrazo en la Nochebuena.
¡Cómo olvidar aquellos diciembres donde la ciudad era un lienzo de alegría, donde el calor humano vencía al calor del verano! Cada sonido, cada aroma y cada sonrisa formaban parte de una orquesta perfecta que hoy vive en nuestra memoria. Los que crecimos en ese Panamá de los años setenta guardamos en el corazón una versión de la Navidad que no se mide en regalos, sino en momentos compartidos, en calles vivas y en la certeza de que, por un instante, todos éramos parte de una misma familia. Porque en aquellos años, la Navidad no era solo una fecha; era un sentimiento que nos unía y nos definía.
Hoy hagamos una tregua. Las vicisitudes que enfrenta el país, la incertidumbre y la violencia marcada no pueden alejarnos de esos recuerdos y de ese espíritu que trae la llegada del Niño Jesús, un espíritu de amor, paz y renovación que nos invita a reflexionar, a perdonar y a reencontrarnos como hermanos bajo la luz de la esperanza y la fe, esa es la grandeza de ser panameños.
El autor es consultor en gestión cultural.