La minería a cielo abierto es uno de los temas más controversiales en Panamá. A primera vista, puede parecer una oportunidad de desarrollo económico para el país, una fuente de empleo y un motor para la inversión extranjera. Sin embargo, bajo la superficie de las promesas de crecimiento y prosperidad, se esconden problemas ambientales, sociales y económicos que hacen cuestionar si esta práctica realmente conviene al país.
Uno de los argumentos más comunes a favor de la minería a cielo abierto en Panamá es su impacto económico inmediato. Los defensores aseguran que las actividades mineras generan empleo, infraestructura y contribuciones fiscales significativas para el Estado. Empresas como las dedicadas a la explotación de cobre en regiones como Donoso, en la provincia de Colón, destacan la creación de miles de puestos de trabajo directos e indirectos. Además, los gobiernos han utilizado los ingresos por concesiones mineras para justificar la inversión en proyectos sociales y obras públicas.
Sin embargo, esta visión económica es, en el mejor de los casos, limitada y cortoplacista. La minería es una industria finita y dependiente de los precios internacionales de los metales. Cuando estos caen, las ganancias proyectadas desaparecen rápidamente, dejando a las comunidades mineras en la incertidumbre. Peor aún, gran parte de los ingresos generados por la minería no se quedan en el país, ya que las empresas extranjeras repatrian sus beneficios, mientras que Panamá asume las consecuencias ambientales y sociales.
El impacto ambiental de la minería a cielo abierto es devastador. Esta actividad implica la remoción de grandes cantidades de tierra y roca para extraer minerales, destruyendo ecosistemas enteros en el proceso. En Panamá, uno de los países más biodiversos del mundo, la minería representa una amenaza directa para su rica flora y fauna. Bosques tropicales son talados, ríos son contaminados con metales pesados y comunidades indígenas y campesinas se ven afectadas por la degradación de sus fuentes de agua.
El caso de la mina Cobre Panamá es emblemático en este sentido. Este proyecto, uno de los más grandes de la región, ha provocado una deforestación masiva en áreas protegidas y ha generado preocupación por la contaminación de ríos y suelos. Aunque las empresas mineras prometen restaurar el entorno una vez que termine la explotación, la realidad es que muchos de estos daños son irreversibles. El suelo y las fuentes hídricas, esenciales para la agricultura y la vida humana, tardan décadas, si no siglos, en recuperarse.
Otro aspecto crucial del debate es el impacto social de la minería a cielo abierto. En muchas ocasiones, las comunidades locales pagan el precio más alto. Campesinos e indígenas son desplazados de sus tierras ancestrales, y aquellos que permanecen enfrentan la contaminación del agua y del aire, lo que afecta su salud y medios de subsistencia. Y si han podido ir a los municipios en donde se desarrolla la Minería los alcaldes del área les podrán decir, que el dinero que les darían en compensación nunca llegó. Tal como sucede en el Municipio de Omar Torrijos Herrera.
Desde una perspectiva crítica, la respuesta parece inclinarse hacia el “no”. Los beneficios económicos, aunque reales, son temporales y desigualmente distribuidos. Por otro lado, los costos ambientales y sociales son permanentes y profundos, poniendo en riesgo la sostenibilidad del país a largo plazo.
La minería a cielo abierto, es un arma de doble filo. Nos encontramos en una encrucijada: puede continuar apostando por un modelo extractivista que hipoteca su futuro o puede elegir un camino diferente, centrado en el desarrollo sostenible y la protección de su invaluable riqueza natural. La decisión no solo afectará a las generaciones actuales, sino también a las futuras, que heredarán el país que construyamos hoy.
La autora es abogada.