Publicar un libro especializado en Panamá, donde se lee menos de un libro por persona al año, constituye un acto de rebeldía y resistencia. Participar en una obra colectiva sobre compliance, en un país que a veces prefiere el silencio, es casi contracultural.
Hace unos días, en una galería de arte en Ciudad de Panamá, se presentó el libro Compliance sin fronteras: Innovación, buenas prácticas y desafíos globales.
Una obra colectiva de 12 autores, impulsada por Vive Compliance, editada por Yudy Tunjano y prologada por el presidente de la Asociación Bancaria de Panamá y de la Federación Latinoamericana de Bancos (Felaban), Raúl Guizado Novey.
Contribuí con un capítulo titulado: “Registro de beneficiarios finales: ¿Respuesta eficiente al abuso del derecho y evolución inevitable del derecho corporativo moderno?”
¿Por qué escribimos? Enrique Jaramillo Levy lo planteó con claridad: “se escribe para saber, para salir de la oscuridad, para dejar constancia de lo injusto, lo frágil, lo valiente y lo cobarde. Se escribe, en última instancia, para no conformarse. La escritura es una forma de negarse al silencio, de combatir la ignorancia con argumentos”.
¿Por qué se hacen libros? Porque los lectores importan. Aunque sean pocos. Porque, como advirtió Habermas: sin lectores no hay intelectuales comprometidos. Y sin ideas debatidas, no hay transformación.
En mi capítulo me ocupo del registro de beneficiarios finales, ese instrumento que promete —y debe garantizar— la transparencia sobre quién controla realmente una sociedad o una fundación de interés privado. Una empresa podría ocultar a su dueño real, facilitando el lavado de dinero. En teoría, el registro de beneficiarios finales desenmascara al titular oculto; en la práctica, en Panamá, aún hay mecanismos legales que permiten que el beneficiario real se mantenga en las sombras. La figura del “accionista nominee”, eufemismo moderno del testaferro, sigue vigente. Y eso no es un error, es una decisión legal.
También es una decisión política restringir el acceso al registro a solo cinco autoridades. ¿Y los jueces civiles y de familia? ¿La Contraloría? ¿La Dirección de Contrataciones Públicas? ¿La Fiscalía y el Tribunal de Cuentas? ¿La Autoridad Nacional para la Transparencia y el Acceso a la Información? ¿Los oficiales de cumplimiento? Excluirlos no es una omisión, sino un diseño. Y un diseño que limita la prevención, debilita el control y permite el abuso.
Propongo soluciones concretas: ampliar el acceso al registro a más autoridades; modificar la Ley de Contrataciones Públicas para exigir la revelación del beneficiario final en todos los procesos, sobre todo los excepcionales; y, fundamentalmente, garantizar la conexión digital de los registros estatales.
La transparencia no es solo una obligación legal, sino también una revolución tecnológica y cultural que debe ser visible, accesible, discutida.
No escribimos para resignarnos a lo que hay, sino para imaginar —y exigir— lo que puede ser. La transparencia es el presente de la justicia. ¿Aceptaremos el silencio o la defenderemos? Actuar en favor de ella no es una opción: es una responsabilidad.
El autor es abogado.