En la comarca Ngäbe-Buglé, las niñas y jóvenes viven una doble exclusión: por ser mujeres e indígenas. El abandono estatal es una herida abierta que se mide en exclusión escolar, analfabetismo, pobreza estructural y muertes evitables. Los ríos crecidos que las fulminan cuando buscan educación formal simbolizan una vergonzosa deuda nacional.
Más del 18% de los indígenas en edad escolar están fuera del sistema. El 60% de las deserciones registradas en el país ocurre en comunidades originarias. La pobreza multidimensional supera el 90%. Hogares con privaciones simultáneas: ingresos inferiores a dos dólares diarios, viviendas con piso de tierra y paredes frágiles, sin acceso estable a salud ni transporte. Las escuelas son ranchos improvisados o están aisladas, en terrenos donde los caseríos se hallan distantes. Cada año, niños mueren arrastrados por ríos al regresar de clases. Es una tragedia silenciosa, repetida, imperdonable.
La infraestructura educativa sigue siendo la gran deuda. Urge una red adaptada y segura, con zarzos y puentes que permitan el paso de los niños, y con conectividad real —terrestre y tecnológica—. Urge también equipar escuelas con energía en lugares donde no existe el cableado, pero sí la posibilidad de instalar paneles solares. No basta entregar tabletas si no hay red ni maestros capacitados. La escuela indígena debe ser un centro vivo de aprendizaje intercultural, no una isla de abandono estatal.
El Estado ha promulgado leyes valiosas, pero de aplicación débil. La Ley 88 de 2010 reconoce las lenguas y alfabetos de los pueblos originarios, estableciendo la educación intercultural bilingüe como política nacional. La Ley 37 de 2016 obliga al consentimiento previo, libre e informado de los pueblos indígenas ante medidas que los afecten. Y la Ley 163 de 2020 impulsa programas sociales focalizados en mujeres y familias rurales. La exclusión sigue intacta.
Las niñas ngäbe necesitan materiales bilingües, maestras preparadas y comunidades comprometidas. La alfabetización es aprender a existir en igualdad. Es urgente formar docentes especializados en educación indígena y tecnología, con dominio de la lengua ngäbere y herramientas digitales. La participación comunitaria debe ser eje: madres, líderes y jóvenes pueden co-crear contenidos y estrategias de retención escolar. El currículo debe vincular lengua, territorio, derechos y sostenibilidad.
Rosa Iveth Montezuma, primera mujer ngäbe en ganar el certamen nacional de belleza y licenciada en Tecnología de Alimentos por la Unachi, es símbolo de dignidad, movilidad social y liderazgo femenino. Por su voz pública, su sensibilidad y su orgullo indígena, encarna el ejemplo de una nueva generación. Aymara Montero, niña aún, nos emociona con las teclas de su piano y representa al país fuera de nuestras fronteras.
Muchos maestros rurales cruzan ríos, suben cerros y enseñan en aulas de penca y bambú, con un compromiso heroico que el Estado no puede seguir dejando solo. Son héroes que merecen nuestro respeto.
Transformar la caridad en justicia. Educar a las niñas ngäbe es una acción impostergable y una obligación moral. No bastan las campañas ni las visitas oficiales: se requiere inversión estructural, voluntad política y una nueva ética pública que ponga la vida por encima del negocio. Panamá no ha firmado todavía el Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales. La resistencia oficial se explica por la desconfianza hacia el reclamo territorial y los yacimientos mineros. Esa firma sería el inicio de la reconciliación con una parte esencial de nuestra identidad.
Apostar por las niñas y jóvenes de la comarca es un ejercicio de nación y un llamado urgente a construir puentes —físicos y humanos— que eviten muertes absurdas y abran caminos de futuro. Cada niña ngäbe que abandona la escuela o se la lleva el río nos disminuye a todos.
El autor es periodista, filólogo y docente universitario.


