La reciente votación en la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la exigencia a Rusia de devolver a miles de niños ucranianos trasladados por la fuerza reveló, una vez más, el deterioro moral y político del gobierno cubano. Mientras 91 países votaron a favor de un reclamo elemental de humanidad —el retorno de menores arrancados de su país en medio de una guerra—, Cuba decidió alinearse con un reducido grupo de regímenes autoritarios que rechazaron la resolución. Una lista triste y elocuente: Rusia, Bielorrusia, Corea del Norte, Eritrea, Malí, Sudán, Nicaragua… y Cuba.
Este voto no es un simple acto diplomático: es un mensaje al mundo. Un mensaje que dice que el gobierno cubano está dispuesto a ignorar el sufrimiento humano, la protección de la infancia y los valores que alguna vez proclamó defender, si eso satisface sus alianzas estratégicas y su dependencia política. Es una abdicación absoluta de principios éticos fundamentales.
Resulta especialmente indignante que el mismo Estado que décadas atrás acogió a los niños afectados por la catástrofe de Chernóbil ahora cierre los ojos ante el desarraigo forzoso de menores ucranianos. Esa contradicción no es casual: es el reflejo de un gobierno que ha cambiado la solidaridad por el cálculo político, la empatía por la conveniencia y la dignidad por la obediencia geopolítica. Una bofetada a la memoria histórica.
Para comprender la magnitud del deshonor que implica este voto, basta recordar un capítulo que durante décadas fue motivo de orgullo nacional: la atención brindada por Cuba a más de 20 mil niños afectados por la catástrofe nuclear de Chernóbil. Aquel gesto —reconocido mundialmente— se presentó como la prueba palpable de un país pequeño pero comprometido con el humanitarismo, capaz de poner recursos y corazón donde otros solo ofrecían discursos.
Durante años, el gobierno cubano utilizó ese episodio como emblema de solidaridad internacional, como argumento político sobre su supuesta superioridad moral y como prueba de que, incluso en medio de sus propias carencias, podía extender la mano a quienes más sufrían. No había evento oficial ni campaña propagandística que no mencionara, con orgullo, a los “niños de Chernóbil”.
Pero hoy, en una votación que exigía exactamente lo mismo —protección, empatía y dignidad para niños en situación de vulnerabilidad extrema—, ese recuerdo quedó traicionado. El país que alguna vez presumió de acoger a menores enfermos y desamparados, hoy respalda con su voto la retención forzada de niños en un territorio al que fueron llevados contra su voluntad. La contradicción no es solo dolorosa: es moralmente devastadora.
Este acto no significa únicamente una incoherencia política; significa la destrucción de uno de los pilares simbólicos que el propio Estado construyó y promovió durante más de tres décadas. Significa renunciar, sin pudor, a la narrativa humanista que tantas veces utilizó para legitimar su imagen internacional.
Lo que alguna vez fue un motivo de orgullo colectivo —la solidaridad con las víctimas de Chernóbil— queda ahora reducido a un recuerdo hueco, vaciado de significado por la propia conducta del gobierno que lo impulsó. No se puede invocar la memoria de actos nobles mientras se respaldan decisiones infames. No se puede exigir respeto por la historia cuando se la pisotea de manera tan evidente.
Como ya se hace costumbre, el gobierno cubano no solo quedó mal ante el mundo: quedó mal con su propia historia, con sus propias promesas y con los valores que una vez afirmó defender. La memoria de Chernóbil merecía respeto. En cambio, fue arrojada al pie de los intereses políticos del momento. Y ese es un acto de traición que ni el tiempo podrá disimular. Con este voto, Cuba no solo se aparta del consenso internacional, sino que destruye uno de los pocos actos humanitarios ampliamente reconocidos de su historia reciente. En lugar de honrar esa memoria, la sepulta por completo.
Esta resolución buscaba algo sencillo y profundamente humano: exigir que los niños regresen con sus familias. Ningún país que se proclame defensor de los derechos humanos debería vacilar ante algo así. Sin embargo, Cuba escogió un camino oscuro: el de acompañar a gobiernos señalados por violaciones graves y sistemáticas de derechos, muchos de ellos aislados en la comunidad internacional.
Ese pequeño bloque de 12 naciones que votaron en contra no representa valentía diplomática, sino obstinación autoritaria. Es el club de quienes preferirían justificar lo injustificable antes que incomodar a sus aliados. Para un gobierno que ha pasado décadas proclamándose abanderado de la justicia social, su decisión en esta votación es un acto de cinismo monumental. No hay argumento político, económico ni ideológico que justifique dar la espalda a niños víctimas de un conflicto armado. Ninguno.
El voto de Cuba en la ONU es una muestra clara de que la dirección del país ha renunciado a cualquier pretensión de autoridad moral. Y cuando un Estado pierde la capacidad de defender lo elemental —la protección de los más vulnerables—, pierde también el respeto del mundo.
Después de esto, no hay autoridad para sermonear a nadie.
El gobierno cubano suele presentarse como juez de los asuntos globales, siempre dispuesto a “enseñar” a otros sobre ética, justicia e imperialismo. Pero después de respaldar, de forma tan evidente, una violación grave a los derechos de la infancia, cualquier discurso moral queda vacío, y no existe justificación que pueda lavar esta vergonzosa decisión. No existe retórica que pueda convertir en digna una postura que traiciona lo más básico de la condición humana.
Cuba votó del lado equivocado de la historia. Otra vez. Del lado que nunca queda bien en los libros. Del lado donde la compasión no existe.
Y lo hizo a plena luz del mundo.
La autora es poeta y narradora.


