La hegemonía cultural es el dominio que ejerce la clase dominante en una sociedad políticamente organizada a través de instrumentos ideológicos como la educación, los medios de comunicación social, las instituciones del gobierno, las iglesias, entre otros.
Antonio Gramsci, filósofo materialista italiano, sostiene que “el consentimiento al gobierno del grupo dominante se logra mediante la difusión de ideologías —creencias, supuestos y valores— a través de instituciones sociales como escuelas, iglesias, tribunales y los medios de comunicación”, entre otras.
Es decir, “la hegemonía cultural funciona al enmarcar la cosmovisión de la clase dominante y las estructuras sociales y económicas que la encarnan como justas, legítimas y diseñadas para el beneficio de todos, aunque estas estructuras solo beneficien a la clase dominante”.
En el caso particular panameño, este dominio es ejercido por la burguesía transitista y financiera y, desde la perspectiva política, durante los primeros 65 años de la República por la oligarquía liberal y, posteriormente, tras la invasión militar de Estados Unidos a Panamá, el 20 de diciembre de 1989, por la plutocracia corrupta y clientelar neoliberal.
Se trata de la imposición de valores y prácticas políticas de los sectores dominantes, “consensuados”, supuestamente, con toda la sociedad. Ello explica la dificultad que tienen las fuerzas sociales y políticas subalternas para conducir al panameño de a pie por la senda de la liberación ideológica y salir de esa especie de servidumbre —política, social, económica y cultural— aceptada.
En consecuencia, la batalla que debe librar la intelectualidad al servicio de los humildes es por las mentes de las masas.
Mientras las escuelas continúen con programas de educación tipo zombi, que no enseñan a pensar ni a criticar, se mantendrá el dominio burgués oligárquico.
Mientras no se rompa con el dominio que ejerce el oligopolio mediático, tanto privado como público, que reproduce las ideas y la cultura gobernante, se mantendrá la hegemonía cultural de la clase dominante.
También urge un cambio en las prácticas religiosas. Las iglesias deben limitarse al ámbito privado, lo que implica separar de manera efectiva el Estado de la Iglesia.
Los jueces y magistrados deben —todos— ser elegidos por el pueblo, y no como ocurre actualmente, designados por una sola persona que representa la hegemonía de la burguesía financiera y transitista.
En la práctica, se trata de la refundación de la República mediante la convocatoria de una Asamblea Constituyente Originaria, convocada por el poder constituyente del soberano popular, que dé paso a una nueva hegemonía: la del pueblo.
¡Así de sencilla es la cosa!
El autor es abogado y analista político.

