El cierre aéreo anunciado por la Administración Trump me recuerda inevitablemente los episodios vividos en Panamá durante los años finales del régimen de Manuel Antonio Noriega. La historia no se repite de forma idéntica, pero suele rimar, y ciertos gestos, decisiones y abusos de poder permiten trazar paralelos inquietantes entre aquella crisis panameña de finales de los años 80 y algunos comportamientos observados en líderes contemporáneos como Nicolás Maduro.
En el caso panameño, la tensión con Estados Unidos escaló progresivamente: sanciones económicas, restricciones al comercio y medidas de presión diplomática se combinaron con un deterioro interno acelerado, marcado por el aislamiento internacional y el cierre de espacios democráticos. Los excesos retóricos y gestuales también fueron parte del clima político de la época. No era extraño ver escenas que hoy parecen increíbles: desde el uso del lenguaje bélico en actos públicos hasta la presencia de armas simbólicas —como machetes— en espacios institucionales, acciones que pretendían transmitir fuerza pero que en realidad evidenciaban la inseguridad y el desgaste del poder.
Es difícil no ver un reflejo de esto en actos recientes de Maduro, cuando llegó incluso a blandir un machete en un acto legislativo, un gesto que muchos panameños recuerdan con asombrosa familiaridad. Estas demostraciones no son simples exabruptos: forman parte de la escenografía del autoritarismo, donde el líder intenta proyectar dominio mientras la legitimidad se erosiona.
El contexto jurídico de Panamá también ofrece una enseñanza relevante. En los últimos momentos del régimen, ciertos magistrados intentaron procesar a Noriega dentro del sistema judicial panameño, no para impartir verdadera justicia, sino para producir una sentencia local que sirviera como argumento de doble juzgamiento (double jeopardy) ante los tribunales estadounidenses, específicamente ante la Fiscalía del Distrito Sur de Florida. Aquella maniobra evidenció cómo el poder, cuando se ejerce sin límites, degrada las instituciones y convierte la justicia en un instrumento de supervivencia personal.
Este episodio histórico recuerda que las dictaduras, incluso en sus horas finales, creen que pueden manipular el aparato legal para protegerse, ignorando que la pérdida de legitimidad interna y externa suele ser irreversible. Panamá aprendió dolorosamente que cuando un régimen se aferra al poder a toda costa, la erosión institucional, la confrontación internacional y la indignación ciudadana terminan confluyendo en una crisis inevitable.
Hoy, al ver decisiones como cierres aéreos, gestos intimidatorios o intentos de manipular las instituciones judiciales, es legítimo preguntarse cuántas veces más deberá repetirse la historia para que los pueblos y los líderes comprendan que el poder absolutista no solo embrutece, sino que también ciega. Ciega tanto que sus protagonistas no perciben que la caída, tarde o temprano, se vuelve inevitable.
El autor es abogado.


