El orden mundial actual nació de dos fechas memorables: 1945 y 1989. La primera marcó el nacimiento de la arquitectura institucional posterior a la Segunda Guerra Mundial —las Naciones Unidas y los organismos de Bretton Woods— bajo el liderazgo indiscutido de Washington. La segunda selló la victoria de Occidente tras la caída del Muro de Berlín y el colapso soviético, consolidando una hegemonía liberal que pareció definitiva.
Sin embargo, el siglo XXI ha demostrado que aquel orden ya no responde al equilibrio real del poder global. China Popular, convertida en potencia económica y militar, exige una reconfiguración del sistema internacional, proclamándose defensora de un “nuevo orden más justo” frente a la dominación occidental.
La historia del poder mundial se escribe en los mapas. Dos visiones antagónicas lo dividen desde la antigüedad: la del poder continental, que confía en la fuerza territorial y el control político, y la del poder marítimo, que se apoya en el comercio, la interdependencia y la apertura. Desde Alfred T. Mahan, los estrategas estadounidenses entendieron que dominar los mares equivalía a dominar la prosperidad. Hoy, esa tesis vuelve a probarse en la rivalidad entre China y Estados Unidos.
El pensamiento estratégico chino ha evolucionado desde Mao, que concibió una “muralla marítima” defensiva, hasta Xi Jinping, quien impulsa una flota global con bases en el extranjero y una doctrina de “poder marítimo fuerte”. El objetivo ya no es solo proteger sus costas, sino controlar los mares adyacentes y extender su influencia hasta África y América Latina. Pekín considera que la seguridad nacional empieza en el mar y que su soberanía debe proyectarse más allá del estrecho de Taiwán y el mar de la China Meridional.
La vieja disputa entre tierra y mar reaparece con nitidez. Rusia, China e Irán encarnan la lógica telurocrática: fronteras fortificadas, control autoritario y expansión territorial. Frente a ellas, Estados Unidos y sus aliados reivindican la talasocracia: libertad de navegación, cooperación internacional y un orden basado en reglas compartidas. Atenas, el Reino Unido y luego Estados Unidos demostraron que el poder marítimo genera riqueza sin conquistar territorios. Las potencias continentales, en cambio, terminan esclavas del militarismo autoritario que ellas mismas provocan.
La expansión marítima británica del siglo XIX, sustentada en la industria y el comercio, convirtió al Reino Unido en “banquero del mundo”, mientras sus rivales se empobrecían en guerras terrestres. Tras 1945, Estados Unidos heredó esa doctrina: mantener los mares abiertos garantizó siete décadas de crecimiento y estabilidad. Pero hoy su liderazgo vacila. La tentación del repliegue —expresada en el aislacionismo del “America First”— amenaza con transformar a la principal potencia marítima en un imperio continental más, dominado por el miedo y la desconfianza.
En este retorno a los viejos patrones geopolíticos, el dilema es claro: si Washington renuncia a su vocación marítima, el orden global que construyó se disolverá.
China ha comprendido la lección del mar, pero a su manera. Mientras proclama su respeto al multilateralismo, expande una red de puertos, préstamos y dependencias que configuran una nueva ruta imperial. Su “Franja y la Ruta” no busca conquistar con ejércitos, sino someter con deudas. Los comerciantes panameños han sido criptoaliados para los leoninos contratos del dragón asiático que avasallan al pueblo. Rusia complementa esa estrategia con guerras híbridas, desinformación y coerción energética. Ambas potencias desafían el principio esencial del orden marítimo: que la prosperidad común nace de la confianza y de las reglas compartidas.
Según la “trampa de Tucídides”, el conflicto entre una potencia ascendente y otra establecida suele ser inevitable. Atenas desafió a Esparta; hoy China desafía a Estados Unidos. Pero el riesgo para Washington no está solo en Pekín. Está en sí mismo: en la pérdida de propósito, en la nostalgia imperial, en el desprecio hacia las instituciones que garantizan la cooperación. Si el país que defendió la libertad de los mares opta por encerrarse tras sus fronteras, el sistema que dio estabilidad al planeta colapsará desde dentro.
Los mares son la arteria de la economía mundial: por ellos circula el 90 % del comercio y el 99 % de las comunicaciones digitales. Si ese flujo se interrumpe, el resultado será inflación, escasez y conflicto. Sin embargo, la superpotencia que debería proteger esa red global se repliega sobre sí misma. Al imponer aranceles a sus aliados y paralizar los organismos multilaterales, Estados Unidos erosiona su propia legitimidad.
China y Rusia, en cambio, avanzan en la fragmentación del sistema. La invasión de Ucrania no solo violó la soberanía de un país, sino que golpeó la idea misma de un orden basado en normas. Taiwán es el siguiente eslabón de esa prueba. Cada paso que Occidente retrocede, Pekín lo traduce en poder.
La advertencia de Pericles antes de la caída de Atenas resuena hoy en Washington: “Temo más a nuestros errores que a los planes del enemigo.” Si Estados Unidos olvida que su fuerza no proviene de conquistar territorios, sino de conectar océanos, el siglo XXI podría ver el fin del orden marítimo que sostuvo la prosperidad global.
China, en cambio, cree asistir al cumplimiento de una dialéctica histórica: el ascenso de Oriente y el ocaso de Occidente. Pero el verdadero desenlace dependerá de quién entienda mejor la lección del mar. Las potencias continentales construyen muros; las marítimas, puentes. El futuro —y la libertad del mundo— pertenecerán a quien conserve la visión de que el poder no se imponen: se atrae.
El autor es médico sub especialista.


