Las encuestas nacionales de percepción acerca de diferentes tópicos definen a los panameños como trabajadores, liberales, incrédulos, efervescentes, familiares, sin memoria y tolerantes. También nos describen como personas a quienes les gusta la diversión, la vida fácil, comprar, pasear, bailar, que viven quejándose de la crisis y que son creyentes.
Sin embargo, ese autorretrato esconde un rasgo impreso en el ADN: el juegavivo, rasgo que parece prevalecer en el panameño independientemente de su condición económica, nivel educativo o preferencia religiosa.
El juegavivo se evidencia en la habilidad recurrente de cometer fraude en el pago de impuestos, colarse en las filas, copiarse en los exámenes, falsificar diplomas y aplicar con éxito el tráfico de influencias en actividades cotidianas para obtener beneficios personales dentro de esquemas de corrupción.
Lo más trágico es que este comportamiento revela su característica principal: la esencia de la cobardía.
Miedo a competir en igualdad de condiciones por puestos, estatus, bienes y servicios. Su promoción y emulación se fundamentan en la impunidad.
Este rasgo dominante en nuestro ADN —que no puede modificarse por ingeniería genética— es heredado de nuestra convivencia familiar y propulsado por nuestra formación cultural y académica, así como por el reconocimiento social que, en no pocas ocasiones, exalta a individuos que alcanzaron su estatus aplicando exitosamente el juegavivo, en lugar de exponerlos ejemplarmente a la sanción moral y social de todos los ciudadanos que claman por justicia. Esta sanción moral debería complementarse con una afectación real del bolsillo del delincuente, donde más le duele al panameño, incluyendo intereses y costos derivados de la detección del oportunismo.
Resulta insultante que los individuos que se cuelan en las filas no sean removidos del entorno y pierdan la oportunidad, al menos por ese día, de recibir el bien o servicio que demandaban. De la misma forma, los conductores que circulan por los hombros y no respetan las líneas amarillas no sean sancionados con multas equivalentes a las de conducir con exceso de velocidad. Los estudiantes universitarios que se copian en exámenes o asignaciones deberían ser expulsados de la facultad y no tener la opción de reingreso. Parece insólito que los rumores sobre maestros que falsificaron diplomas no hayan derivado en su exclusión del sistema educativo público y privado.
Lo más frustrante es que la persona condenada por enriquecimiento ilícito, mediante arreglo de pena, pague solo una parte de lo defraudado y además obtenga una reducción que puede cumplirse con trabajo comunitario. ¡Tremendo negocio! Ese es el mejor estímulo al juegavivo, pues en realidad debería devolver todo lo defraudado junto con los intereses correspondientes como sanción moral y social.
El caso más insultante e insólito de la promoción del juegavivo ocurre cuando una persona condenada, que evade los años de prisión, no paga de inmediato la pena accesoria millonaria, sino hasta cumplir la sentencia. En estos casos, el pago inmediato de la multa accesoria debería incluir los intereses correspondientes a la sanción moral y social.
Si no eliminamos la vigencia del juegavivo, continuaremos condenados al subdesarrollo.
El autor es médico epidemiólogo retirado.

