Cuando el célebre militar y estadista Charles De Gaulle, creador y presidente de la quinta república francesa (1958-1969), lanzó la frase, “He llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos”, no tenía idea de la vigencia que tendría aquella frase en pleno siglo XXI.
En América Latina, una clase política que marcha a contracorriente del interés nacional de sus respectivos países, ha involucionado de tal manera que en muchos de ellos prevalecen sistemas manidos por la corrupción, que han colocado a sus ciudadanos a dudar de las bondades de la democracia. Tal es el daño que los políticos tradicionales han causado a la democracia que, según el Latinobarómetro que mide el índice de satisfacción con la democracia, existe una creciente aceptación a lo que califica de “autoritarismo difuso”. Es decir, gobiernos autoritarios de cualquier signo ideológico que “resuelvan los problemas” (p.e. los casos de El Salvador y Brasil).
Ese fenómeno regional también lo hemos estado experimentando en Panamá. Pero, ¿Realmente tenemos democracia en el país? Si tomamos en cuenta que la democracia se define como “un modelo de gobierno en el cual el poder decisorio en materia económica, política y social recae sobre la población”, y que “esta emplea dicho poder para elegir a sus representantes y conformar instituciones,” resulta obvio que carecemos de una auténtica democracia.
Lo más aproximado a una democracia lo tuvimos bajo el gobierno de Guillermo Endara (1989-1994), pero a partir del gobierno de Ricardo Martinelli (2009-2014) involucionó rápidamente hasta convertirse Panamá hoy día en un estado clientelista dominado por la corrupción. Más grave aún, las cúpulas de los principales partidos políticos, los mismos que se han venido alternando en el poder, están infiltradas por el crimen organizado.
Esto lo reconoció en su gobierno el expresidente Juan Carlos Varela (2015-2019) tras una reunión con el exembajador estadounidense John Feeley. Y lo reiteró poco después de su designación en Washington la actual embajadora Mari Carmen Aponte. “Panamá sufre la actividad del crimen organizado, el cual amenaza con debilitar la institucionalidad democrática y la prosperidad económica”, dijo en aquella ocasión la hoy embajadora.
Hoy día ese riesgo es más real que nunca antes. El clientelismo y la corrupción que han asumido el control del estado gozan de excelente salud. Su motor de operaciones es la Asamblea Nacional, que consume una porción escandalosa del presupuesto con fines clientelistas, pero cuenta con aliados valiosos en los órganos Ejecutivo y Judicial, y en entidades como el Instituto para la Formación y Aprovechamiento de los Recursos Humanos (Ifarhu), la Caja de Seguro Social (CSS) y los gobiernos locales.
Gran parte del presupuesto nacional canalizado a través de esos componentes del estado es usado en el empleo de botellas o sinecuras, donaciones en efectivo y especies y en otros favores utilizando los recursos públicos, para comprar la lealtad electoral. Y si el dinero de los ingresos corrientes y los aportes del Canal y las empresas mixtas son insuficientes para seguir financiando el estado clientelista, entonces esos políticos apelan a la emisión de bonos para que futuras generaciones financien su codicia.
No es casual que la planilla del gobierno esté tan abultada. Ni siquiera en pandemia el gobierno ha dejado de contratar “empleados” sin funciones (botellas), solo para engrosar la membresía de los partidos de la alianza gobiernista. A manera de ejemplo, según reportó La Prensa en mayo pasado, en los primeros tres meses de 2022 ingresaron a la planilla estatal unos 5,000 empleados mensuales. Y en 2023 – año preelectoral -- se anticipa un desbordamiento del gasto público en “funcionamiento” (planillas).
Con semejante ventaja de recursos, ¿podrá la nueva oposición (independiente) vencer al clientelismo en las elecciones de 2024? Desde mi perspectiva, solo mediante una sólida unidad nacional contra el clientelismo y la corrupción, podrán las nuevas fuerzas políticas vencer a la enorme maquinaria que se ha armado, con el apoyo del crimen organizado. Pero para lograrlo, deberán activarse en ese gran esfuerzo nacional aquellos ciudadanos que han sido alérgicos a la política, precisamente por los males señalados. Como diría en una ocasión el expresidente estadounidense Dwight Eisenhower, “la política debería ser la profesión a tiempo parcial de todo ciudadano”.
El autor es periodista jubiliado