Aunque no soy economista, creo necesario tocar aspectos de esa ciencia para poder enfocar una preocupación sobre el devenir del país.
Quiero dejar claro que creo en una gestión del país, sin intermediarios, para beneficio de todos los ciudadanos, a través de la explotación ordenada y sostenible de nuestros recursos naturales.
El país enfrenta problemas financieros, sociales y políticos, con una institucionalidad débil, corrupción e impunidad. A pesar de nuestra historia de desarrollo económico, hay desempleo de dos cifras, informalidad laboral superior al 50% y sectores medios cayendo en pobreza; somos el segundo país más desigual de la región. Además, el alto endeudamiento y su peso sobre el PIB aumentan la insatisfacción ciudadana.
Con todas esas condiciones mencionadas y un Estado con poco margen fiscal, Panamá entra en una fase inédita de su historia reciente: crecimiento moderado, desempleo elevado e informalidad masiva.
Durante más de dos décadas, el país prosperó impulsado por un modelo centrado en la logística del Canal ampliado y los servicios financieros. Aunque ese enfoque fue exitoso, actualmente presenta signos evidentes de desgaste. Se trata de un sistema económico que creció sin desarrollarse plenamente; ahora su crecimiento ya no es suficiente.
Esos crecimientos económicos de dos dígitos crearon sueños y quimeras de desarrollo que han explotado frente a la dura realidad que vive nuestra sociedad.
Esto pone en riesgo la estabilidad social y la gobernabilidad.
La dependencia predominante de los sectores logístico y financiero generó una paradoja: un crecimiento del PIB vigoroso coexistiendo con un mercado laboral vulnerable. Aunque estos sectores incrementan el valor agregado, presentan limitaciones en cuanto a la absorción de mano de obra y no resuelven las disparidades territoriales ni educativas. El resultado es una economía caracterizada por focos de modernización insertos en un entorno mayoritariamente informal.
La ampliación del Canal constituyó una iniciativa estratégica relevante; sin embargo, al no continuarse con los cambios de estructura económica iniciados después de la invasión y los originados por la misma ampliación del Canal, también reforzó la vulnerabilidad estructural frente a factores exógenos como el comercio global, las condiciones climáticas, la disponibilidad de recursos hídricos y los ciclos geopolíticos. Las restricciones derivadas de la sequía durante 2023 y 2024 evidenciaron no solo una coyuntura puntual, sino una señal de advertencia sobre la naturaleza estructural de dichos desafíos.
En este contexto, me preocupa el discurso promovido por el Gobierno y algunos sectores empresariales que presentan la reapertura de la mina como la solución definitiva para el país, cuando no lo es.
La reapertura de la mina debe ser la palanca inicial de la reestructuración de nuestro modelo económico.
La reapertura de la mina: ¿solución o paliativo?
La reapertura de la mina de cobre puede aliviar la presión fiscal, mejorar el crecimiento y apoyar la balanza externa, ya que aportaba hasta el 5% del PIB, más de 35 mil empleos y una parte relevante de las exportaciones. Sin embargo, pensar que es la solución total es un error estratégico.
La minería:
No resuelve el desempleo estructural.
No formaliza el mercado laboral.
No moderniza la fuerza de trabajo.
No combate la corrupción ni fortalece las instituciones.
Sin legitimidad social ni reglas claras, la reapertura podría generar conflictos políticos y limitar sus beneficios. La mina puede ayudar, pero no sustituye las reformas estatales necesarias.
Proyectos en ciernes: necesarios, pero de efecto tardío sobre una economía enferma
Puertos adicionales en el Canal, un gaseoducto transístmico o el nuevo reservorio de Río Indio son proyectos estratégicos. Sin embargo, comparten dos limitaciones clave:
Son de mediano plazo (al menos dos años para iniciar).
Refuerzan el mismo patrón económico si no vienen acompañados de diversificación productiva para la exportación.
Además, todos enfrentan riesgos sociales, ambientales y legales que pueden retrasarlos. Apostar la estabilidad política del país a proyectos que aún no arrancan es, como mínimo, un optimismo temerario.
Tres escenarios posibles
Escenario 1: Sin minaCrecimiento bajo, presión fiscal constante, mayor conflictividad social y tentación populista. El costo político se acumula rápidamente.
Escenario 2: Mina reabierta sin reformasMejora coyuntural del PIB y de las finanzas públicas, pero persistencia del desempleo, la informalidad y el descontento. Riesgo alto de desgaste político por percepción de injusticia y captura de rentas.
Escenario 3: Mina + reformas estructuralesUso de la renta minera como palanca para:
Formalizar empleo.
Financiar formación técnica acelerada.
Fortalecer el desarrollo social.
Reforzar la institucionalidad fiscal.
Invertir en agua, energía y productividad.
Este es el único escenario con impacto económico sostenible y viabilidad política real.
El verdadero dilema político
Panamá enfrenta una verdad incómoda: ya llegamos al final de la época de los atajos económicos.
Un solo proyecto, por grande que sea, no sustituye un modelo productivo diversificado y exportador, ni un Estado funcional. La ciudadanía lo intuye y, cuando la política insiste en soluciones parciales, incrementa peligrosamente el nivel de frustración.
El país necesita decidir si la mina será:
un parche para ganar tiempo, o
el punto de partida de una corrección estructural.
En política, en la medicina y en la economía, postergar decisiones suele ser más costoso que tomarlas. Maquillar, evadir las decisiones correctas y pensar en beneficios personales produce más sufrimiento social. Esto ya lo hemos vivido en repetidas ocasiones.
La reapertura de la mina puede ayudar, pero no absolverá a nadie de la responsabilidad de reformar el modelo.
El país no se merece ni tolera más frustración.

