El nihilismo —la doctrina de la nada— es la creencia de que todo se reduce, finalmente, a nada y que, por ende, las cosas carecen de sentido. Desde las cuestiones morales y éticas hasta los asuntos políticos y sociales, el nihilismo plantea que la vida no tiene propósito ni significado. Sin embargo, como toda corriente filosófica, su expresión depende del contexto en el que una sociedad vive.
Friedrich Nietzsche sostenía que el surgimiento del nihilismo proviene de la pérdida de autoridad de los valores e instituciones tradicionales: sistema político, creencias religiosas o moral colectiva. Pero esta desautorización puede surgir tanto por el cuestionamiento legítimo de su efectividad como por la apatía hacia la creación de nuevos valores que los sustituyan.
En Panamá es común hablar de la fragmentación del tejido social: corrupción, “juega vivo”, desigualdades o descontento entre sectores. Aun así, el desencanto con la conducción del país —de Punta Burica a Cabo Tiburón— no basta para justificar la apatía creciente sobre el futuro nacional. Este fenómeno recuerda la apatía intermitente de distintos grupos durante la Revolución Francesa: aldeanos, campesinos o sans-culottes tenían poco tiempo, recursos o información para ser políticamente activos, enfocándose en demandas económicas inmediatas. Algo similar ocurre hoy: la desconexión entre grupos sociales y la sensación de injusticia permanente reducen la importancia que se le da a los asuntos políticos y sociales.
La apatía política también se relaciona con la fuga de talento. Cuando una sociedad deja de creer en sus posibilidades y se vuelve pesimista sobre las oportunidades que puede ofrecer, adopta posturas cínicas: “el sistema no funciona para mí”, “en este país nada vale la pena”. Este pesimismo, especialmente entre jóvenes, es grave: quienes deberían liderar se alejan, y mientras los capaces no ocupen los espacios donde se toman decisiones, los incapaces seguirán conduciendo el vehículo del Estado. Cuando la política se vuelve un teatro del absurdo, muchos asumen que nada puede mejorar; no cuestionan su voto, su juicio moral ni participan en la vida cívica. El lenguaje se vuelve irónico, las perspectivas pesimistas y la oferta cultural reduccionista, relativizando hechos trascendentales.
Estos comportamientos son comprensibles en un entorno de precarización laboral, estancamiento de la movilidad social y baja productividad nacional. Sumado al endeudamiento público y personal, los ciudadanos se convierten en máquinas de supervivencia, priorizando resolver el hambre del hoy por encima de pilares esenciales como la ética, la comunidad política o la buena planificación. Existen sectores donde el tejido comunitario sigue fuerte —comunidades religiosas o barrios con convivencia sólida—, pero esto no siempre se traduce en compromiso moral o deseo de cambio.
Revalorizar la identidad cultural puede abrir un nuevo sentido colectivo. La unión entre expresiones artísticas, históricas y educativas fortalece la comprensión del porqué de las cosas. Las raíces culturales, muchas veces, llenan los vacíos existenciales de la modernidad y permiten entender las carencias o excesos que nos trajeron hasta aquí.
La sociedad panameña vive un clima de desconfianza, agravado por el desencanto político y un sistema educativo incapaz de responder a las demandas del mundo actual. Esto ha fragmentado a las comunidades y generado actitudes superficiales, apáticas y, en cierta medida, nihilistas. Aun así, persisten fuerzas identitarias que creen en la vida comunitaria, que desean redireccionar el rumbo del país y reconstruir una moral pública fuerte, para que Panamá no sea un lugar donde sobrevivir, sino un país donde la vida tenga sentido y propósito.
El autor es internacionalista.

