Nadie tiene la verdad absoluta. Por eso las democracias, en principio, se diseñaron con una estructura de contrapesos: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, todos con funciones distintas, pero necesarias. La idea no es que un solo actor tenga todo el poder, sino que el sistema funcione con la capacidad de autorregularse. Porque el verdadero bien común es la estabilidad institucional, no la victoria de un bando.
Los padres fundadores de Estados Unidos ya advertían que un político con el respaldo de la mayoría podía ser, paradójicamente, el ingrediente perfecto para destruir la democracia desde dentro. No por su popularidad, sino por el riesgo de que esa mayoría deje de cuestionarlo.
La polarización ideológica no es, en sí misma, un problema. En una democracia sana, es natural y necesario que existan diferencias de opinión. Pero hoy enfrentamos una amenaza más profunda y dañina: la polarización afectiva. Es un enemigo silencioso de la democracia que se infiltra en conversaciones, discursos, redes sociales, chats familiares y plataformas de todos los colores.
Como bien explica el profesor y politólogo Mariano Torcal, la polarización afectiva aparece cuando los ciudadanos dejan de comportarse como votantes y se transforman en hinchas fanatizados. Ya no se trata de debatir ideas, sino de odiar al adversario, de deshumanizarlo y verlo como una amenaza existencial.
Cuando eso ocurre, las ideas dejan de importar. La verdad pasa a segundo plano. Lo único que vale es quién lo dijo, no qué se dijo. Se pierde la capacidad de analizar, de contrastar y de exigir. Se acepta cualquier cosa si viene del “bando correcto” y se rechaza todo lo que provenga del “bando contrario”. Tanto así, que las campañas electorales, las propuestas y los debates pierden sentido. Ya no se trata de convencer y cuestionar, sino de medir quién grita más fuerte. No importa qué se diga: si lo dijo “mi candidato”, es verdad; si lo dijo el otro, es mentira.
Este tipo de polarización es profundamente peligrosa para cualquier democracia. Porque cuando la emoción reemplaza al juicio crítico, ya no hay espacio para el diálogo. Y sin diálogo, la política se convierte en guerra.
En Panamá ya vemos señales preocupantes: personas que defienden con fervor a líderes sin importar sus actos; personas que niegan la realidad incluso cuando se les presentan datos irrefutables, porque esos datos “vienen del otro lado”. No importa si algo es cierto o no: solo importa si ayuda a vencer al adversario. Así, la corrupción se justifica, la mentira se tolera y la violencia se minimiza.
El problema no es solo político. Es cultural y profundamente emocional. En una sociedad donde la dignidad de las personas ha sido pisoteada, y donde muchas se sienten abandonadas, burladas o ignoradas por el sistema, no es raro que encuentren “refugio” en una causa que les prometa identidad, pertenencia y dignidad.
Pero ese “refugio” no puede construirse sobre el rechazo absoluto al otro. Porque una sociedad partida en dos no puede construir nada en conjunto.
La democracia necesita ciudadanos críticos, no fanáticos. Necesita personas capaces de votar con el corazón, sí, pero también con la cabeza. Necesita que podamos discutir sin insultar, discrepar sin odiar y cambiar de opinión sin que eso sea visto como una traición.
Solo si somos capaces de salir del torbellino emocional de la polarización afectiva, podremos recuperar algo mucho más valioso que una elección: la capacidad de pensar juntos el futuro de Panamá.
El autor es politólogo especializado en Ciencia Política y Administración Pública.