Cada vez que se instala una mesa de salario mínimo en Panamá, presenciamos una coreografía predecible y desgastante. La discusión se politiza rápidamente y se atrinchera en dos narrativas opuestas que parecen irreconciliables. Por un lado, los sindicatos acusan al sector privado de insensibilidad ante el costo de la vida y de una negativa sistemática a distribuir la riqueza. Por el otro, el gremio empresarial argumenta que la productividad está estancada y que el trabajador panameño promedio no cuenta con las competencias, el dominio del inglés o las habilidades técnicas necesarias para justificar salarios más altos en una economía de servicios moderna.
El Estado, sentado en la cabecera, suele actuar como un árbitro tímido de este pugilato, validando una cifra que rara vez satisface a alguien. Sin embargo, desde la perspectiva del ordenamiento territorial y la economía urbana, este fuego cruzado es una distracción peligrosa. Aunque ambos bandos presenten argumentos válidos sobre productividad y distribución, están ignorando al verdadero “depredador” del ingreso familiar y de la competitividad empresarial en Panamá: la ineficiencia sistémica de la ciudad que habitamos.
Si analizamos con rigor la estructura de costos del Área Metropolitana, veremos que la brecha entre el salario y una vida digna no se resolverá únicamente con capacitación técnica ni con decretos de aumento salarial. El problema de fondo radica en las “tarifas sombra”, es decir, en los costos ocultos que pagamos por vivir en una ciudad donde el Estado ha renunciado a su rol de planificador, regulador y garante del orden.
La doble tributación de facto
El primer gran agujero en el bolsillo del panameño es la sustitución del Estado. Empresas y trabajadores pagan impuestos que, en teoría, deberían financiar el contrato social. Sin embargo, ante el colapso de la gestión pública, la clase media y trabajadora se ve obligada a pagar nuevamente en el mercado privado para obtener servicios básicos de supervivencia.
Hablamos de la educación, donde las familias se endeudan en colegios privados ante el deterioro de la escuela pública; de la salud, donde el seguro privado o la consulta pagada se convierten en la única alternativa frente a las listas de espera de la Caja de Seguro Social; y de la seguridad, que obliga a costear garitas y guardias privados. Esta “doble tributación” reduce drásticamente el ingreso disponible real. Cuando un trabajador se sienta a negociar su salario, no está pidiendo dinero para lujos, sino para compensar la ineficiencia del Estado. Mientras no resolvamos la calidad de lo público, la presión sobre el salario nominal será infinita e insostenible.
La vivienda y la crisis de confianza
Este ingreso mermado conduce al segundo costo oculto: el acceso a la vivienda y la convivencia urbana. Aquí es vital comprender la resistencia vecinal, a menudo etiquetada de forma injusta como obstruccionista o NIMBY (Not In My Backyard).
Los ciudadanos que se oponen a la densificación y a los cambios de zonificación en sus barrios no son enemigos del progreso; son víctimas de una profunda crisis de confianza. Su escepticismo es racional: si el Estado hoy no es capaz de hacer cumplir normas básicas —controlar el ruido nocturno en zonas residenciales, sancionar la mala disposición de la basura, recuperar aceras ocupadas por autos o poner orden en el caos vial frente a las escuelas—, ¿con qué garantías promete gestionar una mayor densidad?
Ante una autoridad ausente, el vecino opta por bloquear el desarrollo para proteger su calidad de vida. Esto congela la oferta de vivienda céntrica. A su vez, el sector inmobiliario enfrenta una estructura de incentivos distorsionada. Si la oferta se concentra en segmentos de alto valor, no siempre responde a una exclusión deliberada, sino a una lógica de supervivencia financiera. Frente a normativas rígidas, trámites burocráticos interminables y la hostilidad comprensible de comunidades cansadas del desorden, la inversión privada se refugia en nichos de lujo, donde el margen de ganancia permite absorber el riesgo y el tiempo.
La falta de vivienda accesible en el centro no es solo un fallo de mercado; es la consecuencia directa de no contar con reglas claras que permitan construir ciudad de manera predecible.
La trampa espacial y la productividad
Al no poder costear vivienda céntrica —debido a los costos privados de educación y salud que erosionan el salario y a la escasez de oferta media—, el trabajador es expulsado a la periferia: Panamá Oeste, Panamá Este o el Norte. Aquí emerge el tercer componente devastador: la movilidad.
Una ciudad dispersa impone un impuesto brutal en tiempo y dinero. Mientras los gremios debaten si el trabajador es productivo en su puesto, se ignora que ese mismo trabajador llega a su oficina tras dos o tres horas de desgaste en un transporte público deficiente o en un tráfico paralizante. Llega agotado física y mentalmente por la fricción urbana. La baja productividad nacional no es solo un problema de capacitación; es hija del tranque.
Un empleado que pierde cuatro horas diarias en traslados dispone de menos tiempo para capacitarse, descansar y convivir con su familia. Esa erosión del capital humano representa un costo directo para la empresa, aunque no figure en ningún balance contable.
Hacia un pacto de certeza
El gobierno suele permitir que empleadores y trabajadores se culpen mutuamente o centra el debate mediático en el precio del arroz o de los medicamentos, que no son más que síntomas. Es momento de elevar la mirada.
La solución pasa por un nuevo pacto social, un verdadero pacto de certeza. Se requiere un Estado que garantice infraestructura y convivencia —orden y respeto a la ley— antes de exigir densificación. Se necesita un entorno urbano que reduzca el costo de vida por eficiencia sistémica, no por decreto.
Si lográramos una ciudad con escuelas públicas de calidad, transporte masivo eficiente y espacios públicos seguros, el salario actual rendiría mucho más. La presión sobre las empresas disminuiría y la calidad de vida mejoraría.
Mientras sigamos discutiendo si el problema es la avaricia empresarial o la incompetencia laboral, continuaremos ignorando que el verdadero obstáculo es el costo de una ciudad que no funciona. Un Panamá más justo pasa, inevitablemente, por un Panamá ordenado.
El autor es arquitecto y urbanista.

