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El país de los adultos improvisados

En medio del ruido público sobre inseguridad, corrupción y frustraciones sociales, siempre aparece alguien preguntándose, con tono casi científico, cómo se hacen los delincuentes en Panamá, como si fueran criaturas que brotan de un laboratorio secreto. Pero la fórmula no está escondida: es pública, repetida y casi institucionalizada. Basta combinar hogares emocionalmente ausentes, padres improvisados, expectativas infladas por redes sociales y la fascinación por los “derrochadores de lujos” que un día aparecieron en una Lexus y al siguiente en un reportaje policial.

El mensaje que muchos jóvenes reciben es simple y directo: la vaina es fácil. Conoce a un maleante, te ponen a vivir, te suben a un nivel económico imposible de alcanzar con salario honesto, y ¡boom! Te conviertes en espuma de cerveza: subes rápido, sabes que no durará, pero mientras dure… fotito para Instagram.

Lo que resulta difícil de creer es que muchos analicen la conducta juvenil como si todo este fenómeno surgiera de la nada. No: la falta de límites emocionales, la ausencia de propósito, la idea de que el éxito se mide por lo que enseñas en redes y no por lo que construyes, todo eso se cocina desde la infancia. Y cuando los medios de comunicación y las redes sociales celebran al que “se hizo”, sin preguntar cómo, los jóvenes entienden perfectamente el mensaje.

Hasta aquí, el deterioro avanza casi con elegancia. Pero la verdadera historia —la que rara vez se cuenta— es que esta receta puede romperse.

Todo empieza mucho antes, en los que todavía se ensucian el uniforme jugando, coleccionan stickers y todavía creen que el mundo es un lugar básicamente bueno.

Si queremos dejar de fabricar delincuentes, tenemos que centrarnos en ellos con la misma seriedad con la que un panameño cuida su puesto en la fila del súper. Niños que entienden más de lo que parece y que aprenden, sobre todo, de lo que observan: no de nuestras declaraciones solemnes, sino de nuestras conductas diarias, incluso esas que creemos que nadie nota.

Por eso resulta fundamental enseñarles amor, honestidad y también esa salud emocional que no se improvisa. Una salud que se cultiva cuando los adultos recuerdan que la mente de un niño es un jardín capaz de florecer si se cuida, o de cerrarse si se descuida. A veces basta con reconocer que los pequeños no son extensiones de nuestras frustraciones ni cajas de resonancia para las tensiones de la vida adulta; basta con suavizar ciertas palabras, contener ciertos impulsos, ajustar ciertas sombras que dejamos caer sin querer.

Los niños —nuestro verdadero tesoro nacional, aunque no figure así en ningún presupuesto— no necesitan discursos perfectos, sino ejemplos vividos. Y si ellos crecen viendo coherencia, respeto y humanidad, harán lo mismo. Si crecen viendo lo contrario, también.

La esperanza del país no reside en un plan gubernamental brillante ni en una reforma que promete recomenzar todo desde cero. Reside en crear generaciones que no tengan que deshacer los daños acumulados, porque fueron criadas en un entorno emocional sano y ético. Generaciones capaces de corregir el rumbo no con retórica, sino con una manera distinta de habitar el mundo.

El futuro mejora cuando los adultos nos flexibilizamos, conversamos más con los jóvenes y aceptamos una verdad humilde: muchas veces son los niños quienes nos muestran el camino que fingimos conocer.

Abogado y analista de temas sociales y culturales.


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