Cada diciembre se repite la misma escena: listas interminables de regalos, centros comerciales llenos, tráfico descomunal, notificaciones de ofertas “imperdibles” y una presión silenciosa —pero intensa— por no quedarnos cortos. Queremos darles a nuestros hijos y a toda la familia una Navidad feliz, memorable, perfecta. Y, sin darnos cuenta, muchas veces confundimos ese deseo con acumular cosas.
Como mamá, cada año me hago la misma pregunta: ¿qué es lo que realmente recuerdan mis niños de la Navidad cuando crecen? ¿El juguete específico? ¿La marca? ¿O algo mucho más profundo y sencillo?
La evidencia —y mi experiencia como pediatra— nos dice que los recuerdos más duraderos de la infancia no están ligados a objetos, sino a emociones. A cómo se sentían. A quién estaba ahí. A si se sentían vistos, escuchados y contenidos.
En consulta lo veo con frecuencia: padres comprometidos, amorosos, que trabajan duro y que sienten culpa por el poco tiempo disponible. Y esa culpa, muchas veces, se intenta compensar con regalos. Más juguetes. Más pantallas. Más cosas. Pero los niños no necesitan “más”. Necesitan mejor.
Necesitan tiempo de calidad. Presencia real. Adultos que, aunque sea por ratos breves, estén verdaderamente disponibles: sin celular en la mano, sin la mente en el trabajo, sin estar pensando en lo que falta por hacer. Solo estar. Mirarlos a los ojos. Escucharlos sin apuro. Reírse y jugar con ellos.
La Navidad es una oportunidad poderosa para pausar. Para bajar el ritmo. Para enviar un mensaje distinto al que domina el resto del año: no todo gira alrededor de producir, comprar o correr. Hay valor en la calma. En el encuentro. En lo simple.
No se trata de eliminar los regalos —no es una cruzada contra los juguetes—, sino de ponerlos en su justa dimensión. Un regalo puede ser hermoso; diez, probablemente innecesarios. Y ninguno reemplaza una tarde de juegos en el piso, una caminata sin prisa, un paseo en bicicleta, una conversación antes de dormir o un ritual compartido.
También es una oportunidad para enseñar con el ejemplo. Nuestros hijos aprenden más de lo que hacemos que de lo que decimos. Si ven que nuestra alegría está puesta solo en lo material, ese será el mensaje que internalicen. Si, en cambio, ven que celebramos estar juntos, que valoramos la mesa compartida, las tradiciones familiares y la gratitud, aprenderán que la felicidad no depende de lo que se compra, sino de lo que se construye.
En un mundo donde los niños están cada vez más expuestos a pantallas, estímulos constantes y agendas llenas, regalar tiempo se ha vuelto casi un acto contranatural. Pero es, probablemente, uno de los regalos más protectores para su salud emocional.
El tiempo compartido fortalece el vínculo, regula emociones, construye seguridad y deja una huella que dura mucho más que cualquier juguete o dispositivo de entretenimiento.
Quizás este año el mejor regalo no sea el más caro ni el más popular. Quizás sea sentarte a jugar sin mirar el reloj. Leer ese cuento una vez más. Cocinar juntos. Contar historias familiares. Abrazar sin apuro. Estar.
Porque cuando pasen los años, cuando los juguetes ya no estén y las modas hayan cambiado, lo que quedará será ese recuerdo profundo y silencioso: mi mamá, mi papá, estaban ahí. En mi memoria, las Navidades eran largas mesas compartidas con toda la familia, risas que se mezclaban con bromas y, sí, algún que otro enojo. Pero estábamos juntos. Presentes. Y ese, sin duda, es un regalo que dura toda la vida.
La autora es pediatra.


