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El mayordomo del pueblo

Había una vez una gran mansión enclavada en la cima de una colina fértil y abundante. Esta no era una mansión cualquiera. No, señor. Era una propiedad vasta, llena de jardines exuberantes, bibliotecas luminosas, salones repletos de historia y una cocina que jamás dejaba de oler a pan caliente.

Pero lo más especial de esta mansión era su gente: una familia numerosa y diversa, con miembros de todas las edades, oficios, sueños y colores. Ellos eran los dueños legítimos de la casa.

Como toda gran propiedad, mantenerla en buen estado requería orden, planificación y servicio. Por ello, la familia, con sabiduría, decidió contratar a un mayordomo, un profesional de confianza cuya tarea sería administrar todos los aspectos del hogar para que cada miembro pudiera vivir dignamente, desarrollarse y alcanzar su felicidad sin preocuparse por las tareas cotidianas.

Al mayordomo lo llamaban don Gobierno.

Un contrato sagrado

Don Gobierno fue elegido tras una votación familiar. Todos participaron. No se trataba de una simple elección por simpatía: el cargo implicaba responsabilidad, compromiso y lealtad al bienestar de la familia.

Al ser nombrado, el mayordomo juró solemnemente:

“Prometo servir con honestidad, cuidar esta casa como si fuera mía, pero nunca olvidar que los dueños son ustedes. Cada decisión que tome será para su bienestar, jamás para mi propio beneficio”.

Así, don Gobierno comenzó su labor. Pero como no podía hacerlo todo solo, contrató ayudantes: jardineros, maestros, médicos, cocineros, guardias, bibliotecarios, contadores… A todos les explicó que su trabajo era servir a la familia y que, aunque él los coordinaba, respondían ante los verdaderos dueños de la casa.

Los frutos del buen servicio

Pasaron los meses y la familia vio cambios notables. Don Gobierno mandó a reparar los techos con goteras y a reforzar los muros que temblaban con el viento. Organizó turnos para que el médico familiar atendiera a cada miembro sin demora. Contrató maestros apasionados para enseñar a los niños en salones iluminados, con libros nuevos y pizarras limpias.

Para que nadie pasara hambre, se creó una despensa común y se organizaron los turnos de cocina, garantizando que incluso el más pequeño tuviera su plato de comida caliente tres veces al día.

En los jardines, los nuevos jardineros sembraron flores, árboles frutales y construyeron senderos seguros para pasear al atardecer. También instalaron lámparas para que nadie caminara a oscuras en la noche.

Y para proteger la mansión, don Gobierno nombró a una guardia discreta pero eficiente, que evitaba que intrusos o ladrones perturbaran la paz del hogar. Pero siempre les recordaba: “No olviden que están aquí para cuidar, no para intimidar.”

La familia fiscaliza

De vez en cuando, la familia se reunía en el gran salón principal. Discutían con calma: ¿está don Gobierno cumpliendo con lo prometido? ¿Están los empleados trabajando bien? ¿Los jardines siguen tan verdes como antes? ¿Las clases son de calidad? ¿Los alimentos alcanzan para todos?

Estas reuniones se llamaban Asambleas de la Sociedad Civil. Todos podían opinar: el abuelo, la tía costurera, el joven que soñaba con ser poeta, la niña que pintaba murales. Porque en esa mansión, la voz de cada uno valía.

A veces, en esas asambleas surgían preocupaciones.

—“He visto que algunos empleados están usando los recursos de la despensa para su propio beneficio” —decía una.—“El maestro de historia ya no enseña, solo repite discursos de don Gobierno” —denunciaba otro.—“La enfermería ya no tiene medicinas” —alertaban los mayores.

Ante eso, la familia enviaba inspectores civiles, elegidos entre ellos mismos, a revisar y preguntar. Si encontraban irregularidades, se lo decían directamente a don Gobierno. Y si él no resolvía, la familia tenía el poder de cambiarlo.

Y así lo hicieron más de una vez.

Cuando el mayordomo olvida a quién sirve

Hubo un periodo en el que don Gobierno se volvió arrogante. Se rodeó de empleados que solo le decían lo que quería oír. Mandó a construir una nueva ala solo para su uso personal, con lujos que ni la familia disfrutaba. Ordenó a los guardias que vigilaran los pasillos, no para proteger, sino para callar las críticas. Y empezó a hablar como si la mansión fuera suya.

—“La casa me necesita. Yo sé lo que es mejor. Ustedes no entienden lo difícil que es gobernar una mansión así.”

Pero la familia no se quedó callada. Se reunió, investigó, documentó los abusos y actuó. Con respeto y firmeza, le recordaron:

“Tú fuiste contratado para servirnos, no para gobernarnos. La mansión es del pueblo, no del mayordomo.”

Y así, don Gobierno fue reemplazado por otro mayordomo, elegido nuevamente por todos, que comprendía que el poder no es propiedad, sino encargo.

La moraleja de la mansión

La historia de esta mansión no es una fantasía lejana. Es una metáfora viva de nuestras sociedades. El Gobierno es el mayordomo del pueblo, y su único propósito es servir con eficacia, humildad y transparencia.

La familia somos nosotros, los ciudadanos, los verdaderos dueños del destino colectivo.

Y como toda familia responsable, no basta con delegar tareas: hay que observar, preguntar, exigir y participar, para que los servidores públicos jamás olviden quién los puso ahí… y por qué.

Porque un buen mayordomo solo es posible cuando actúa con diligencia y cuando hay una familia que no olvida que la casa es suya.

El autor es geólogo profesional.


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