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El legado afrodescendiente como arma de identidad nacional

Por momentos, uno olvida cuán poderosa puede ser una canción. Pero basta con escuchar a un grupo de niños cantando un coro de reggae en un autobús, o ver a un anciano mover los pies al ritmo de un calipso, para recordar que la música no es solo melodía. Es memoria. Es escudo. Es patria íntima.

La música afro en Panamá ha sido, y sigue siendo, un espacio donde la etnia negra se reconoce, se defiende y se celebra. A falta de páginas en los libros, el pueblo afro ha escrito su historia en pentagramas invisibles.Y como todo lo que se canta con el alma, esa historia no muere. Se repite. Se hereda. Se baila.

Hay que decirlo con claridad, aunque duela: la historia oficial de Panamá, esa que se escribe en los libros de texto y se repite en los actos escolares, ha sido con frecuencia una narración selectiva, de silencios cómodos. En esa versión reducida de la nación, los rostros negros suelen aparecer de fondo, si acaso. No así en la música. Allí, los afrodescendientes no han sido telón, sino voz.

La verdad es que la música ha sido, para el panameño negro, más que un lenguaje estético: ha sido una forma de afirmarse ante el mundo. Un modo de decir “aquí estamos” sin necesidad de pedir permiso. Desde los tambores que resonaban en las noches cimarronas hasta los beats de reggae que hoy sacuden las bocinas en el guetto, la comunidad afro ha hecho de la música un acto de resistencia íntima y colectiva.

No se puede hablar de identidad musical afro panameña sin detenerse en el calipso. Nacido en Trinidad, pero hecho carne en las calles de Colón, Bocas del Toro y Río Abajo, el calipso llegó con los trabajadores antillanos que construyeron el Canal y la nación a fuerza de sudor mal pagado. En sus letras, muchas veces en inglés criollo, se narraban los vaivenes del día a día: el supervisor blanco que robaba horas, la comida que sabía a promesa rota, el carnaval que venía como bálsamo.

Uno diría que el calipso era una especie de periódico oral, con secciones de sátira, denuncia y chisme. Pero más allá de su función documental, tenía algo aún más valioso: preservaba la dignidad. Hacía reír mientras dolía. Era un escudo rítmico frente al desprecio.

Entre sus exponentes, Lord Cobra —con su voz grave y su mirada sagaz— supo encapsular esa mezcla de denuncia y picardía como pocos. Cobra cantaba lo que otros callaban, y lo hacía desde la experiencia vivida, no desde la comodidad de un estudio. Junto a figuras como Lord Panama o Mighty Sparrow, se volvió cronista de un tiempo en que ser negro y cantar en inglés podía ser motivo de censura.

Y sin embargo, ahí estaban. Con sus guitarras, con sus letras filosas y con una identidad que se negaba a ser borrada.

En los años sesenta y setenta, la juventud afro encontró en los llamados Combos Nacionales una nueva forma de expresión: moderna, eléctrica, mestiza. Estos grupos, formados mayormente en los barrios populares de la ciudad, fusionaron ritmos latinos con soul, jazz, calipso y bugalú. Y aunque sus canciones hablaban muchas veces de amor, fiesta o desamor, en el fondo había algo más: una afirmación de existencia desde lo sonoro.

La estética de los combos —los trajes brillantes, los nombres en inglés, las voces llenas de soul— era una respuesta al racismo institucional. Era decir: también podemos sonar internacional, también tenemos estilo, también somos cultura.

Voces como las de Nathalia Clark, Francisco Graves o grupos como Los Dinámicos Exciters y The Silvertones lograron hacer que la pista de baile se convirtiera en espacio de reivindicación silenciosa. Porque cuando el sistema excluye, incluso bailar puede ser un acto político.

Había algo subversivo en ver a cientos de jóvenes negros llenar salones con música hecha por ellos mismos, en su idioma híbrido, con sus referencias, sus códigos. No se trataba solo de hacer música: se trataba de ocupar un lugar que se les había negado por décadas.

Y luego vino el reggae. No como moda importada, sino como idioma propio, la continuidad del reclamo. A finales de los años setenta y durante toda la década de los ochenta, los nietos de los inmigrantes antillanos encontraron en los riddims jamaiquinos una forma de decir lo que la escuela, la iglesia o el gobierno no les permitían.

El reggae en español, como fenómeno panameño, no fue simple adaptación; fue creación. Fue el nacimiento de un nuevo lenguaje urbano, crudo, directo. Los barrios de Colón, El Chorrillo, San Miguelito o Curundú parieron voces que rimaban la frustración, la pobreza, el orgullo, la fe, la rabia y el deseo de vivir.

Artistas como Nando Boom, Apache Ness, El General, Renato y tantos otros comenzaron a darle al reggae una textura panameña: ni completamente jamaiquina, ni del todo latina, sino algo intermedio, en clave de esquina.

Y aunque muchos fueron tildados de vulgares o delincuentes, la verdad es que estaban narrando realidades que incomodaban. Porque a veces lo que molesta no es el lenguaje del barrio, sino la verdad que carga.

El reggae en español se convirtió en el nuevo tambor, el nuevo calipso, el nuevo combo. Y fue —y sigue siendo— una herramienta de resistencia cultural profundamente negra y profundamente panameña.

Pero la música no ha sido la única trinchera. La verdad es que la diáspora afro, a lo largo de las décadas, ha encontrado otros espacios donde sembrar identidad. Y muchas veces, esos espacios no tienen micrófono, pero sí cuerpo, tinta o acento.

El inglés antillano —ese habla quebrada, híbrida, vibrante— fue, durante mucho tiempo, motivo de burla en escuelas y oficinas. Era el acento del silver roll, del que venía de “allá”, del que no terminaba de ser “de aquí”. Sin embargo, esa lengua —mezcla de Caribe, calle, migración y resistencia— terminó filtrándose en la jerga popular panameña. Palabras como guineo, frenes, chombón, parqueo, sentimiento no vienen del español estándar, sino de la sobrevivencia lingüística de un pueblo que no quiso olvidar cómo se decía en su mundo.

Y sin que nadie lo declarara oficialmente, el inglés criollo de los abuelos se convirtió en el alma secreta del habla joven de las aceras. Una especie de columna vertebral oculta de nuestra identidad urbana.

Y la literatura, silenciosa pero tenaz, también ha dicho presente.

Durante décadas, las voces afro en las letras panameñas fueron relegadas a los márgenes. Pero resistieron. Escritoras y escritores como Gaspar Octavio Hernández, Melva Lowe de Goodin, Joaquín Beleño, Gerardo Maloney, Carlos F. Russell, Raúl Leis, Rosa María Britton, Diana Morán y José Antonio Carr, por mencionar algunos, han ido trazando una cartografía narrativa que parte del exilio interno y del orgullo herido, pero se instala con fuerza en el corazón de la identidad nacional.

Sus cuentos, poemas, ensayos y novelas no solo han cuestionado los silencios institucionales, sino que han propuesto nuevas formas de mirar al país: desde el margen, sí, pero con el centro como horizonte legítimo.

Al final, lo que queda es una lección urgente: la etnia negra en Panamá no es una pieza homogénea ni una masa indistinta. Es una constelación de experiencias, atraídas por veleros distintos, pero todas heridas por el mismo filo: la exclusión. Y todas, también, sostenidas por el mismo fuego: la dignidad.

Escritor, cronista y gestor cultural panameño.


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