El juego es un instrumento psicosocial, no pocas veces apartado de la vida cotidiana del niño por las ocupaciones laborales y las prioridades económicas o financieras de los padres o la sociedad del espectáculo. Años más tarde, por las normas de una educación que contabiliza con destreza matemática el conocimiento, aunque ignore y castigue las emociones, el juego, los deportes y el atletismo no siempre encuentran lugar en las escuelas.
El juego espontáneo del niño permite la exploración y el descubrimiento, como también crear y recrear situaciones que ve a su alrededor. El juego dirigido le descubre habilidades, destrezas, perseverancia, perfeccionamiento, resolución de conflictos y fortalece su autoestima. El juego en equipos le enseña disciplina, a interactuar y compartir con otros, colaboración, celebración en la victoria, reconocimiento y aceptación en la derrota o en el fracaso, resiliencia. A pesar de todos estos beneficios para el bienestar social y la salud mental y física de los niños y los jóvenes, un segmento nada despreciable de la educación y la sociedad aún considera que el juego distrae de lo que realmente es importante: el rendimiento académico.
Pero esto se pone peor más tarde cuando el juego es competitivo y se politiza. Este escenario no pocas veces brusco y rudo, invisibiliza lo que el deporte significa en el desarrollo integral del niño y del adolescente, particularmente cuando se arrincona a mucha gente a los bordes de una sociedad, no solo narcisista, sino, además, desigual, discriminadora e injusta, donde el bienestar se construye para unos y no para otros, porque los derechos no son universales sino privilegios. Allí encontramos la población de los individuos trans-sexuales. El estigma sobre la orientación sexual no congruente y la disforia sexual crean incomodidad y hasta repulsión por aquellas personas y se constituyen en puntales de la oposición a que participen en deportes, bajos las reglas de que solo deben competir mujeres contra mujeres, varones contra varones.
El deporte le ha dado otra oportunidad a la nunca agotada retórica de grupos anclados en ideologías funestas, que se reparten el primer lugar en la sociedad, no por honrar y defender la convivencia social, sino por enarbolar ancestrales lecciones superadas sobre fronteras, intimidad, sexualidad, diversidad de género, justicia social, caridad humana, políticas migratorias, democracia deliberativa, estado-iglesia, en fin, inclusión e igualdad ante la Ley. Grupos que, al mismo tiempo, han creado un lenguaje arbitrario para cambiar tono y significados, que permite manejar los temas a su antojo, con un vocabulario peyorativo, falso, insolente, vulgar, impreciso, inexacto, discriminativo, conveniente, que logra obstaculizar el debate de las ideas y la actualidad del conocimiento. En esa ciega disposición de hacer valer lo inválido, revisten la discriminación en el deporte de una falsa preocupación por una desigualdad física entre individuos trans- e individuos cis-, que, además, se contradice y que a nivel de la niñez y la juventud, tiene un impacto negativo y nada ético, al aplicar leyes restrictivas y nocivas, aún para un minúsculo número de deportistas y atletas trans-.
Esto lo desgranan magistralmente investigadores, sociólogos, profesionales del deporte, sin que signifique que haya unanimidad de criterios y que el asunto no deje de tener conflictos de interés ni sean tendenciosos. Por eso es importante escoger las lecturas.
Hace ya unos 13 años atrás, Murray señaló que no es necesario ni es real que, para que una competencia sea justa, los atletas tienen que tener idénticas cualidades o los mismos desempeños. De ser así, a Usain Bolt no se le hubiera permitido nunca competir en los 100m planos, a Aaron Judge, jugar en el béisbol, a Lionel Messi, patear la pelota en el Inter Miami o a Carlos Alcaraz, jugar en los campeonatos de tenis. Aquello de los desempeños no parece preocupar cuando compiten o juegan agrupados por sexo, aunque haya varones mucho mejor preparados y dispuestos que otros, o mujeres mucho más hábiles, feas o bonitas que las otras. Por el otro lado, la preocupación debe ser orientada hacia por qué son pocos los estudiantes y atletas trans- que participan en competencias.
La discriminación, seguro es la criba. Solamente un 0.7% de los jóvenes entre los 13-17 años son jóvenes trans-. Un 12% de niñas trans- participan de deportes o 0.197% del total de las niñas y jóvenes atletas y, es necesario puntualizar que, un número importante lo hace en deportes de equipo, y no solo en competencias individuales, como la natación o los deportes de pista y campo. Conociendo los beneficios para el desarrollo y crecimiento social, personal y mental como físico de los juegos y el deporte durante la edad pediátrica, es “moralmente inaceptable” privar a los niños y jóvenes trans-, de actividades deportivas y competencias colegiales de atletismo. Igualmente inmoral es someter a las mujeres trans- a la “humillante desnudez” para exámenes de sus genitales y pruebas genéticas.
El argumento de que el atleta trans- compite en condiciones injustas y desiguales con el atleta cis-, se basa en una afirmación sin evidencia científica probada: “el varón (genitales externos, testículos y cromosomas sexuales masculinos), que se siente y quiere ser mujer (mujer trans-) está construido físicamente superior a la mujer cis- (genitales externos, ovarios y cromosomas sexuales femeninos, y que se siente mujer)”. Hay que señalar que existe una inconsistencia probada de que las mujeres trans- se ganan todas las competencias donde participan por sus superiores niveles masculinos de testosterona, pero las historias sobre testosterona valen la pena traerlas al conocimiento de los lectores.
Los valores de testosterona, nos lo recuerdan Valerie Moyer y sus co-autores, varían ampliamente en la población cis- (la población coincidente entre su sexo al nacer y su sentimiento y comportamiento de género). Por ejemplo, las mujeres con ovario poliquístico tienen valores elevados de testosterona, tan elevados como los de los hombres cis-. Ellas constituyen el 7-10% de la población femenina y a ninguna de ellas se les prohíbe competir con otras mujeres. Por el otro lado, las mujeres trans- que han sido expuestas a bloqueadores de la pubertad, tienen valores ínfimos de testosterona, y aún así, se las quiere obligar a que compitan en deportes y atletismo con varones cis-, cuyos niveles de testosterona son muy superiores a los de las mujeres trans-. En resumen, no existe una investigación cuyo resultado sea consistente con la recurrente afirmación de la superioridad atlética del individuo trans- sobre el individuo cis-.
La paranoia parece apropiarse de la razón y de la evidencia científica. En Estados Unidos son ya 21 estados los que han redactado y aprobado leyes anti trans- para deportes de los jóvenes. Muchas de estas leyes exigen un certificado de nacimiento o una declaración jurada sobre el sexo anatómico del atleta, y si hubiera una disputa sobre ello, debe exigirse una declaración jurada de los resultados de un examen externo e interno de la anatomía reproductiva del deportista, su material genético y su producción de testosterona. Absurdo, excluyente, indignante. El lenguaje de estas leyes -centralizado en términos como hormonal, cromosómico, ventajas fisiológicas- es idéntico en muchos de los estados y lleva la firma de la ideología de conocidos grupos conservadores.
Además de desinformar con políticas para el deporte sin evidencia científica probada, ellas desfavorecen la creación de ambientes inclusivos y favorables para la participación y la competencia en los deportes y el atletismo. Es necesario hacer reconsideraciones, para cuando nos llegue el momento de ser mejores.
El autor es médico pediatra y neonatólogo