Las partículas de polvo quedan suspendidas en el ambiente. Entre la humareda se distingue que el conflicto terminó, o al menos así quiero retratarlo. No, no es fácil escribir estas líneas. Nuestra capacidad de destrucción es tan grande como la propia belleza humana, con todas sus imperfecciones.
Viajar kilómetros hasta tenerlo de frente. Una tarde fresca, el sol ocultándose con la ciudad de Rafah al fondo, a tan solo unos 700 metros de donde estoy. Somos pocos. Son pocas también las nubes que se asoman en el cielo. Todos los caminos se entrecruzan, resguardados por enormes árboles que permiten colarse apenas unos rayos de luz. Las lágrimas siguen siendo parte de la ecuación: caen entre un coro al unísono que solo pregunta “¿Por qué?”. Ya no hay niños jugando. La sala está vacía. La cena no está servida. Lograron su cometido.
Sentir el horror, evitar imaginar el sufrimiento, es imposible. Todo está presente. Las paredes cubiertas de sangre revelan la maldad en su forma más pura. El hollín adherido a los restos de las casas quemadas. Las fotos de quienes ya no están. El silencio es sepulcral. Banderas de colores ondean: el amarillo por los secuestrados, el rojo por quienes fueron asesinados en cautiverio, el azul —casi como un milagro— por aquellos que lograron volver. Desfilan en los portones de cada hogar.
Las madres lloran en la desolación. Un sábado que no debía ser distinto… lo fue. Con una armadura invisible intentan cubrir lo frágil del corazón. Hablan, cuentan, enaltecen la vida de los suyos. No pueden olvidar, no quieren que olvidemos. Señalan el piso ensangrentado, los vasos rotos. Nada se ha movido: todo permanece tal cual ese día. Los gritos de los terroristas siguen presentes; su eco se instaló en el piso, junto a la marca de sus botas. Eran decenas, cientos. Pupilas dilatadas. Gritos de alabanza. Festejos en medio de la masacre, como si se tratara de un trofeo. Un desprecio absoluto por la vida, únicamente por la religión de quienes estaban allí.
Pasó una, dos, tres, cuatro horas y luego muchas más. Una danza demoníaca de hombres, abuelos, padres, hijos que arrasaban con todo a su alrededor. No había reglas. Si no eras parte de ellos, fueras judío, israelí, filipino, cristiano, estabas condenado. Serías parte de su banquete; serías la excusa perfecta para alcanzar su paraíso. Imagínalo solo por un segundo: corres, te escondes, sales, respiras, vuelves a correr. La vista se nubla. Los gritos te atraviesan. Te ahogas en tu propia respiración. No entiendes. Buscas respuestas. La maldad te acecha. Los cuerpos caen. Debes convertirte en sobreviviente dentro de tu propio hogar, ese que fue vulnerado. Estás sin salida, solo por ser quien eres, solo por haber nacido bajo una religión.
La masacre en Nir Oz, ese pequeño kibutz cuya única culpa fue estar cerca de la frontera, es el retrato más abominable de lo ocurrido aquel sábado: un día que no debía ser diferente. Dos años después del 7 de octubre, no se habla de perdón. Se habla de culpables, de lo que no debió ocurrir, de traición. Es un proceso de sanación que no encuentra el perdón, aunque intenta buscarlo.
La incapacidad de los líderes para proteger a los suyos, la arrogancia de quienes minimizaron amenazas. Todo lo descrito no solo es consecuencia del terrorismo, como antagonista de la historia, sino también del fracaso de quienes debían anticiparlo, impedirlo y enfrentar el costo moral de sus decisiones. La sociedad ha fallado. Hemos fallado. Las respuestas no están y quizá no lo estarán. Los cimientos intentan recuperar su fortaleza con el alma hecha pedazos. La reflexión es parte inevitable del camino. Sí, he llenado esta crónica de hipérboles. Lo hice adrede. Es la manera más honesta de explicar lo que siento, lo que vi.
Lo confieso: me fui distinto. No por lo que entendí, sino por lo que ya no podré olvidar. Porque hay dolores que no pertenecen solo a quien los vive, sino también a quien los presencia.
El autor es periodista.



