La noticia estremeció al mundo como un trueno lento y solemne: el papa Francisco ha muerto.Y con él, no solo se ha silenciado la voz de un pontífice: se ha apagado una era. Una forma inédita de ejercer el papado, profundamente humana, cercana, evangélica en el sentido más puro de la palabra. Con Francisco se va el abuelo de voz ronca que abrazó a los migrantes, que lavó los pies a los presos, que rompió el protocolo para besar la frente de los invisibles.
Un papa que caminó sin miedo por las periferias de la fe y del mundo.
Hoy, la silla de Pedro está vacía. El anillo ha sido sellado. El luto no es solo católico: es global. Y, mientras su cuerpo reposa en la basílica, el corazón del mundo se pregunta, con una mezcla de fe, temor y asombro: ¿qué nos espera ahora?
Francisco no fue solo el primer papa latinoamericano: fue un gesto viviente de la misericordia. Su legado no cabe en dogmas ni en encíclicas: está escrito en los gestos, en las lágrimas que recogió y en los silencios que supo escuchar.
Hoy, con su partida, la Iglesia entra en un terreno incierto. No solo hay que elegir a un nuevo papa: hay que decidir hacia dónde quiere ir la Iglesia en un mundo que parece desmoronarse.
Algunos recuerdan hoy con más fuerza las viejas profecías. La de san Malaquías, por ejemplo, que apuntaba a Francisco como el penúltimo papa. El siguiente, llamado Petrus Romanus, reinaría en medio de tribulaciones, con Roma en peligro y el mundo en crisis espiritual.Muchos lo consideran un texto simbólico. Pero hay quienes, con el corazón apretado, perciben ecos de verdad en esas palabras antiguas.
Y es que las señales del tiempo son difíciles de ignorar: guerras, desastres naturales, polarización política, violencia, confusión moral, hambre de sentido y un planeta que parece respirar con dificultad. ¿Será que el pontificado de Francisco fue realmente el último faro antes de la tormenta?
El cónclave que se avecina no será uno más. Los cardenales llegan no solo a elegir, sino a deliberar el futuro mismo del catolicismo. Se enfrentan dos visiones: una que desea profundizar el legado de Francisco —una Iglesia pobre, de puertas abiertas, en salida— y otra que pide un retorno a la solemnidad y la rigidez doctrinal.
No se descarta la elección de un papa del sur global, tal vez africano o asiático, lo que seguiría la línea de descentralización que Francisco insinuó. Tampoco se descarta un giro drástico hacia el conservadurismo.
Lo que sí es claro es que el nuevo papa no heredará una Iglesia en paz, sino un campo de batalla espiritual, social y cultural.
La muerte de Francisco deja abierta una posibilidad que durante años se murmuró en voz baja: el riesgo de una fractura interna. Un cisma. No como los del pasado, con coronas enfrentadas y obispos rebeldes, sino uno más sutil: una ruptura de almas, de sensibilidades, de modelos de Iglesia.
Ya se perciben líneas de tensión entre obispos progresistas y conservadores, entre diócesis que impulsan reformas y otras que se resisten. El nuevo papa tendrá que ser no solo un pastor, sino un equilibrista en medio del abismo.
Mientras tanto, afuera del Vaticano, el mundo sigue. Pero no igual. Porque, aun en tiempos de indiferencia religiosa, la figura del papa sigue siendo un símbolo. Una brújula moral. Y hoy, esa brújula se ha detenido.
Millones de personas —creyentes, agnósticos, buscadores— sienten que algo importante ha terminado. Que un ciclo ha cerrado. Que nos quedamos, por un momento, sin voz espiritual universal.
Y al mismo tiempo, sentimos que algo está por comenzar. ¿Una restauración? ¿Una revolución? ¿Un apocalipsis espiritual? Nadie lo sabe.
Francisco ya descansa. Su sonrisa, sus silencios, sus gestos seguirán hablando. Porque lo que se siembra con amor no muere: florece en otros. Y tal vez, en el corazón de algún cardenal silencioso, ya esté germinando el próximo pastor. No uno perfecto, pero sí dispuesto.Dispuesto a seguir cargando la cruz. A caminar entre lobos y corderos. A sostener la fe de una humanidad que duda, pero que aún espera.
Después de Francisco... viene el misterio. Pero también la esperanza.
El autor es escritor, cronista y gestor cultural panameño.