Bajo ninguna circunstancia recomiendo leer, ni mucho menos interpretar el siguiente artículo como si se tratase de una apología a la corrupción. Sin embargo, debo decir que, si no entendemos de buena gana su esencia, jamás podremos eliminar (del todo) su existencia. El político corrupto es como el pan quemado que sale del horno descompuesto. Para comer del buen pan, primero tenemos que reparar el horno. Los políticos son apenas el reflejo cruzado del inconsciente colectivo entre lo que sentimos, queremos, hablamos, pensamos y hacemos como sociedad. Al panameño común le gusta creer, y más aún decir, que se equivocó al votar. Pero, más allá de quejarse, hace poco por corregirlo.
Los ojos del ser humano apuntan hacia afuera, por eso es más fácil ver las fallas de los demás antes que las propias. De eso, y del desconocimiento personal crónico, nace la doble moral. Esa doble moral es la que nos impide avanzar, tanto personal como socialmente. Porque uno no puede exigir a los demás lo que primero no se puede exigir ni dar a sí mismo. En cuanto a la corrupción, Panamá tiene una fuerte crisis de moral pública. A todos nos gusta criticar los megaescándalos de corrupción que cosechamos cada semana, como si la corrupción se tratara del producto cultivado con mayor esmero en Panamá, de consumo local y exportación, incluso. Que, dicho sea de paso, ingerimos (o nos lo hacen ingerir) casi a diario. Sin embargo, nos disgusta recordar quién, cómo y cuándo se sembró este producto. Porque nuestra doble moral nos lo “impide”.
La apoteósica corrupción política que contemplamos de forma masoquista gobierno tras gobierno no es más que el resultado lógico de la suma social de muchos actos de “microcorrupción” personal. Pero veámoslo más a detalle.
Cada vez que alguien orina o tira basura en la calle, es similar al político que roba, porque ambos no respetan la cosa pública. Cuando alguien traiciona a un ser querido, es similar al político que se vende al poder económico. Cada vez que favorecemos a un amigo (rosca) por encima del deber ser, es muy parecido al nepotismo y amiguismo gubernamental. Cuando se explota a un empleado o empleada de la casa, equivale al gobierno explotando al pueblo. Cada vez que se le sube desproporcionadamente el precio a un artículo, es similar a “robó pero hizo”, versión “me robaron, pero saqué algo”. Cada vez que “la letra menuda” blinda a la parte más fuerte de una relación contractual, equivale a la justicia nacional protegiendo al más poderoso. Cada vez que impedimos que alguien progrese para favorecer a un amigo o pariente (rosca), estamos patrocinando un auxilio económico o una cirugía bariátrica mal habida. Cada vez que exigimos tres funciones por la remuneración de una, o no cumplimos con nuestro trabajo a cabalidad, nos llevamos una viga del puente. Cada vez que nos quejamos por la radio o redes, pero no vamos a las marchas para exigir justicia y respeto, equivale al gobierno diciendo que “hubo corrupción” sin meter a nadie preso. Cada vez que un paisano desatiende una señal de tránsito, o en su defecto, el agente coimea, es similar al político que viola la Constitución a diario. Cada vez que alguien, en lugar de servir, se sirve de los demás, es muy parecido al empleado público sirviéndose del Estado (salarios excesivos, exoneraciones, dietas). Cada vez que alguien, por comodidad o cobardía, observa impávido la tragedia del vecino, luego termina pidiéndonos “un sacrificio” masivo para tapar la corrupción y el daño estatal que generaron y aún mantienen unos pocos sinvergüenzas.
Aunque nos resulte muy difícil de aceptar, más allá de la doble moral, el panameño no reacciona ante la corrupción porque se siente parte de ella. De tal forma, y aunque suene duro, para erradicarla de nuestros políticos, primero tendremos que erradicarla de nosotros mismos.
El autor es ingeniero en sistemas.