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Crónicas de un japonecito en apuros

Dicen que Panamá es tierra de oportunidades… pero para Hiroshi, un joven japonés que vino de intercambio, fue más bien tierra de anécdotas médicas, tropiezos culturales y sustos con sabor a seco.

Todo comenzó bien: Hiroshi aterrizó con su sonrisa tímida, su mochilita impecable y un traductor en el celular que apenas entendía “hola” y “más arroz”. Pero en menos de una semana ya tenía una colección de experiencias dignas de un documental en Netflix… o de un exorcismo tropical.

Primero, la playa. Hiroshi fue invitado a un domingo playero “relax” en Veracruz. Todo iba bien hasta que, en medio de un partido de fútbol en la arena, una joven venezolana —entusiasta y de pies peligrosos— le metió una barrida digna de final de Champions. Hiroshi, más delgado que una hoja de sushi, acabó con los muslos rasguñados y una mirada de confusión absoluta.

“¡Pero si yo solo quería pasar el balón!”, decía. “Y ella jugaba como si fuéramos enemigos históricos”. Al final, le regalaron una cerveza y un consejo: “Aquí no se juega suave, mi amor”.

De regreso en la ciudad, comenzó a sentirse mal. Fue a la farmacia y, por una mezcla de confusión, confianza excesiva y la recomendación improvisada de un vecino entusiasta, terminó tomando pastillas para náuseas de embarazo.

“Muy efectivas, cero vómito”, decía sonriente, mientras se tocaba la barriga con sospechosa ternura. Cuando se lo contaron a su profesora de español, casi se atraganta de la risa. Desde entonces, Hiroshi es conocido en el grupo como el padre de la medicina preventiva.

Y como si no fuera suficiente, una noche, mientras intentaba cocinar arroz “a la panameña”, se le cayó una olla sobre el pie. Resultado: dedo fracturado. En urgencias aprendió rápido dos palabras clave del sistema de salud local: “espera” y “relájese”. Después de seis horas, le pusieron una férula, una sonrisa de lástima y una receta escrita en jeroglífico. Cuando por fin entendió qué decía, ya estaba curado por aburrimiento.

El colmo vino una noche sin energía eléctrica, de calor infernal. Hiroshi, abrumado por la humedad y con más sudor que un chicharrón, decidió salir a refrescarse a las 2:00 a.m., sin celular, sin llave y en chancletas. La puerta se cerró tras él con la determinación de una trampa. Tocó el timbre, lanzó piedritas, rezó en japonés… nada.

Terminó abrazando un poste durante tres horas como si fuera un familiar cercano. A las cinco de la mañana, el vigilante lo encontró dormido y lo despertó con un gentil: “¡Oye, Jackie Chan, todo bien?”.

Y no podemos olvidar el alcohol. En una fiesta, alguien le ofreció un trago que “no pega mucho”. Hiroshi, con valentía ancestral, se lo bajó de un solo tiro. Era seco de caña, de esos que derriten hasta la dignidad. Lo vimos caminar como cangrejo por tres días, saludando arbustos y agradeciendo a las aceras por no moverse.

Pero, a pesar de todo, Hiroshi nunca perdió la sonrisa. Dice que volverá el próximo verano, aunque esta vez con seguro médico, guía de supervivencia y un letrero en español que diga: “No me den seco ni me pateen jugando fútbol.”

Porque sí, a veces la hospitalidad panameña viene con chancletazo incluido, pero también con carcajadas que duran toda la vida. Y si sobrevives al primer seco y al primer apagón… ya casi eres panameño.

El autor es ingeniero retirado.


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