Durante años hemos mirado con admiración a quienes logran una beca, un doctorado o una estancia posdoctoral. Y con resignación cuando no regresan. Lo llamamos “fuga de cerebros”, como si fuera inevitable. No lo es.
La ciencia también se va cuando el país no invierte en ella, cuando no ofrece laboratorios, ni programas de carrera investigadora, ni estabilidad para pensar a largo plazo. El talento no huye: se desplaza a donde puede florecer.
Panamá invierte solo el 0.18% del PIB en investigación y desarrollo (I+D), muy por debajo del promedio regional (0.61%) y muy lejos de países como Brasil (1.13%) o Uruguay (0.42%), que, incluso con menos recursos que nosotros, han sabido construir entornos dignos para su comunidad científica. La diferencia no es el presupuesto: es la voluntad.
Una investigación reciente —todavía en proceso de revisión científica— analiza el impacto de la inversión en I+D sobre el crecimiento económico de Panamá. Sus resultados preliminares apuntan a una conclusión clara: la inversión en ciencia sí tiene efectos positivos, pero el nivel actual de gasto (apenas 0.18% del PIB) hace que ese impacto aún sea incipiente.
Mientras el país discute si elevar esta cifra al 1%, decenas de investigadores panameños ya están produciendo ciencia en el extranjero. Para otras economías. Con otras banderas.
¿Qué pasaría si cambiamos la pregunta? No cómo atraerlos con discursos, sino cómo construir un sistema al que quieran volver. Un país que no solo los aplauda cuando se van, sino que los financie cuando regresen. Que los integre, los escuche y les asigne un rol estratégico. Porque pensar que podemos desarrollarnos sin ellos no es solo ingenuo: es empobrecedor.
El talento científico panameño no necesita lástima ni nostalgia. Necesita oportunidades. Necesita proyectos. Necesita políticas públicas que hagan del retorno del conocimiento un eje del desarrollo nacional.
Ningún país crece si pierde a sus cerebros. Y ningún país prospera si no sabe cómo recuperarlos.
El autor es estadístico e investigador.

