Alguna vez, un expresidente dijo que el Parlamento Centroamericano (Parlacen) “es una cueva de ladrones”. Desde mi perspectiva, con muy honrosas excepciones, considero que el Parlacen ha dejado de ser “el foro promotor de la integración y la paz en Centroamérica”, que inspiró a su creación, para convertirse en refugio de políticos corruptos y burócratas fracasados.
Surgido en agosto de 1987 de los Acuerdos de Esquipulas que propiciaban la consolidación de la paz en Centroamérica tras años de luchas, el Parlacen se instaló oficialmente el 28 de octubre de 1991 con la participación de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua. Panamá se adhirió en 1993 en las postrimerías del gobierno de Guillermo Endara.
Pero en 1994, cumplido apenas su primer año de adhesión, ya surgía una corriente pragmática, encabezada por el entonces canciller Gabriel Lewis Galindo y su vicecanciller Omar Jaén Suárez, que se oponía por no encontrar razones que la justificaran. Pero se impuso la posición de la Asamblea Legislativa, liderada por Gerardo González, de mantener al país en el organismo. Ese año ingresaban al Parlacen los primeros diputados panameños.
“El argumento de Lewis Galindo y de mi persona”, relata Jaén Suárez (Panamá y el Parlacen, La Prensa, 9 de junio de 2009), “era que dicho organismo no servía en nada los intereses de Panamá, no tenía ninguna función real legislativa, era un foro costoso de discusión bizantina y sobre todo, refugio por la inmunidad parlamentaria, de algunos dirigentes regionales acostumbrados a la impunidad”.
El tiempo ha dado la razón a la tesis de Lewis Galindo y Jaén Suárez. Interpretando el sentir popular, en 2009 el recién instalado presidente Ricardo Martinelli inició gestiones a través del canciller Juan Carlos Varela para sacar a Panamá de lo que él había calificado como “cueva de ladrones”. Las opciones eran derogar las leyes que permitieron el ingreso del país al organismo, o abandonarlo por falta de cumplimiento de los objetivos del Tratado Constitutivo.
La Cancillería había elevado consultas a los demás países miembros sobre su intención de abandonar el Parlacen, a lo que respondió su presidente, Jacinto Suárez, alegando que no hay forma legal de que Panamá pueda salirse del Parlacen. Mientras todo esto ocurría, la Cancillería anunció que el presidente Martinelli lideraría las gestiones, que nunca llevó adelante. Tal vez descubrió que el Parlacen pudiera serle útil a futuro.
Después de 28 años de fundado, el Parlacen no solo se ha desviado de sus objetivos originales, sino que se ha convertido en un costoso refugio de burócratas y delincuentes de cuello blanco. El atractivo lo constituye el artículo 27 del Tratado Constitutivo, que les concede “las mismas inmunidades y privilegios que gozan los diputados” en los parlamentos de sus países. También les concede en los otros países de la región las inmunidades y privilegios para diplomáticos establecidos en la Convención de Viena.
Es en persecución de esa inmunidad que muchos de los implicados en casos de corrupción lograron ser postulados por las cúpulas de sus partidos; líderes en esta cuestionable práctica han sido Cambio Democrático y el Partido Revolucionario Democrático. Ser miembro del Parlacen cuesta a Panamá $2 millones en cuota anual, más los honorarios y viáticos que perciben sus 20 diputados. Tan generalizado es su desprestigio que Alejandro Gianmmatei, presidente electo de Guatemala, en donde funciona su sede, lo calificó de “inoperante” y se comprometió a impulsar su disolución con las naciones que lo constituyen (Guatemala cuestiona a un ineficaz Parlacen, La Prensa, 18 de agosto de 2019).
El gobierno del presidente Laurentino Cortizo haría un inolvidable servicio a la patria, y a las finanzas públicas, si corrige el yerro histórico e inicia cuanto antes el proceso para desvincular a Panamá de tan desprestigiado como inoperante organismo. El dinero así ahorrado se destinaría a financiar nuestra deuda social.
El autor es periodista