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1989, Navidad el 20 de diciembre

El 25 de diciembre de 1989 se inició el juicio y ejecución por genocidio de Nicolae y Elena Ceausescu, en Târgoviște, Rumania. Caía así, después de 21 años, uno de los regímenes comunistas más atroces de Europa. El 22 de diciembre, mientras trataban de escapar, el helicóptero que los llevaba de Bucarest a Târgoviște aterrizó en la carretera entre estas dos ciudades. Allí fue apresado el dictador y presidente de la República de Rumania y su esposa, para terminar frente a un escuadrón de fusilamiento.

La Revolución de la Navidad Rumana, la revuelta contra Ceausescu, comenzó a mediados del mes de diciembre en Timisoara, y se había tomado la capital del país, para el 21 de diciembre. El parlamento soviético aprobó la caída de Ceausescu y envió un mensaje de apoyo al pueblo rumano, de parte del presidente Mijaíl Gorbachev.

Mientras los rumanos se levantaban contra el régimen dictatorial, en otro lugar del mundo, en Panamá, tropas del ejército de los Estados Unidos, bajo la dirección del presidente George H. W. Bush, invadían en la última hora de la noche del 19 de diciembre, las ciudades de Panamá, Colón y Río Hato “para capturar, no para asesinar, al dictador Noriega”. Manifestaciones diarias por ciudadanos de todos los estratos económicos y sociales se multiplicaban contra Manuel Antonio Noriega, quien desconoció la contundente victoria electoral de la oposición política del 9 de mayo y anuló su resultado, enfrentaba en Washington serias acusaciones por el tráfico de drogas y era señalado como quien autorizara la cruenta y cobarde decapitación del Dr. Hugo Spadafora: “General, tenemos al perro rabioso, ¿qué hacemos con él”, le preguntó uno de los esbirros. “¿Qué se hace con un perro rabioso?”, contestó Noriega.

Como escribió Jeffrey A. Engel: “Las tropas soviéticas se mantuvieron firmes y se negaron a violar la soberanía de un déspota”, refiriéndose a Rumania. La masacre de Tiananmén durante la primavera de Pekin, el 4 de junio de 1989, estaba fresca en las cabezas de los soviéticos. Mientras tanto, Bush, el gran defensor de la democracia, ordena a miles de soldados ir a la guerra porque, después de meses de frustración, finalmente escuchó lo suficiente cuando la esposa de un joven oficial fue brutalizada”. El oficial era Adam Curtis.

El 16 de diciembre cae muerto a tiros, el infante de marina estadounidense, teniente Robert Paz, a quien se le dispara a matar desde un puesto de control del Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa de Panamá, en el populoso barrio de El Chorrillo. Allí comienza la caída de Noriega, ha pisado “la cáscara de banano”, que tantas veces antes se le puso en el camino. La excusa para invadir se había logrado.

La población alemana derriba de manera pacífica el Muro de Berlin el mes anterior, en la noche del 9 de noviembre de 1989. Gorbachev no quería la desaparición de la República Democrática de Alemania, quería que se hicieran reformas. Tampoco la ocupó militarmente. Más tarde aprueba la unificación de las dos Alemanias. Con esto parecía que la era de La Guerra Fría desaparecía, “sin victoriosos o vencidos”, como declararía Gorbachev, mientras se dirigía a la Cumbre de Malta, “sin que nadie le dicte al otro qué hacer”, “como iguales, es la forma de cambiar el mundo para mejor”. Era diciembre de 1989. Allí en Malta, el presidente Bush se refirió a Manuel Antonio Noriega como “un cáncer abierto” en la región, que hubo que extirpar. Gorbachev interrumpe, nos dice Engel, para decirle a Bush: “la gente se pregunta, si para los Estados Unidos acaso no hay barreras para las acciones en naciones independientes. Si los soviéticos no debemos intervenir en Europa del Este, su esfera de influencia, ¿por qué los norteamericanos no se rigen por las mismas reglas? Los Estados Unidos dicta sentencia y ejecuta esa sentencia.”

Veinte y seis mil soldados norteamericanos cayeron en paracaídas en Panamá, simultáneamente en veinte y siete puntos, el 20 de diciembre de 1989, para rescatar a un gringo muy preciado, encontrar a un general en desgracia y desmantelar un ejército malvado. En la tarde del 19, el jefe del servicio de Radiología del Hospital Gorgas, en la antigua Zona del Canal, fue a verme a la Sala de Cuidados Intensivos de Neonatología, bajo mi dirección, para aconsejarme que me fuera a casa, temprano en la noche. Tenían noticias de que comenzaría la invasión en las últimas horas del día. Ya antes habíamos sido instruidos de tener listas mochilas con alguna ropa de los niños y nuestras y cepillos de dientes, detrás de las puertas de nuestras viviendas, por la posibilidad que nos fueran a buscar para traernos a lugar seguro.

Esta vez había nerviosismo entre el personal del Hospital Gorgas, pero, además, desconfianza. El 3 de octubre, cuando el mayor Moisés Giroldi apresó a Noriega en la Comandancia, y pensamos que se acababa la pesadilla y la ignominia, los soldados norteamericanos, en la Zona del Canal, nunca salieron de sus barracas para apoyarle. “No lo conocemos, no sabemos si será peor que Noriega”, me contestó el director del Hospital Gorgas, un cirujano toráxico de gran contextura y porte militar, al preguntarle por qué abandonaron a Giroldi, quien fue ejecutado esa noche por los leales a Noriega. Esto contradecía lo que el general Marc Cisneros, jefe del Ejército acantonado en la Zona del Canal, había dicho sobre la rapidez con que extraería a Noriega de la Comandancia: “voy a estar en una de las cantinas de “Calle J” tomando una cerveza cuando me ordenen irlo a apresar, voy, lo entrego y regreso a terminarme la cerveza, que todavía estará fría.”

Aproximadamente un par de horas antes de la medianoche, el cielo fue cortado por grandes aspas de aluminio, acero y titanio. Cayeron de ellas, como confeti, pequeños cuerpos iluminados por la luz de la luna que alumbraba sus botas y cascos, colgados de grandes paraguas abiertos que los vientos bamboleaban a su antojo. Murciélagos de acero veloces dejaban atrás humos y ruidos, surcando la oscuridad antes de desaparecer a la vista. Me llamó una amiga de la casa para preguntarme si sabía de la invasión anunciada. Le dije que no. Me había acostado más temprano que lo usual porque pensé que sería otra falsa alarma.

Unos 20 minutos antes del 20 de diciembre, las explosiones anunciaban que esta vez sí habían llegado buscando al general del machete amenazante que, cinco días antes, le declarara la guerra a Estados Unidos, al artífice de la invasión extranjera, de los incendios, de los muertos, de los destrozos y robos en almacenes, joyerías, supermercados, propiedad privada. Se perdió por varios días y apareció para volver a esconderse tras la figura del asilo político y la sotana impoluta de un sacerdote vasco, y diplomático. La música estridente 24 horas al día amenizó y amenazó la embajada, hasta que se entregó a militares extranjeros, a los mismos que sirvió un día.

“Si nos piden ayuda contra el flagelo de las drogas, ayudaremos”, contestó Bush. “Nosotros estamos contra cualquier interferencia en los asuntos domésticos de otros estados y tenemos la intención de lograr esta línea con firmeza y sin desviarnos”, insistió el viceministro encargado de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética, Iván Aboimov. “Ustedes lo pusieron, ustedes lo quitan”, coreaba la gente en las calles del país.

El bronce de las campanas repicó en todo el mundo, cuatro días más tarde de aquella necesaria noche, cuando la hoja del bisturí se soltó de las manos del cirujano.

El autor es médico.


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