Sin justicia no hay democracia

Desde hace unos 3,000 años antes de Cristo, los líderes del imperio egipcio identificaron la justicia como una mujer con los ojos tapados con una venda, que porta una balanza en una mano. La imagen fue después adoptada por los griegos para representar a la diosa Temis que, supuestamente, imponía el orden sobre la naturaleza y la humanidad. Posteriormente, los romanos la adoptaron como modelo de la justicia (iustitia).

Hoy día, la justicia es representada por una mezcla de aquellos símbolos. La venda sobre los ojos significa que la justicia es ciega; la balanza representa la igualdad con que la justicia debe tratar a todas las personas, y la espada representa el poder de las fuerzas de seguridad, que deben estar al servicio de la justicia.

Lamentablemente, en Panamá la justicia ni es ciega ni se aplica con igualdad a todas las personas. Suele aplicarse con rigor a aquellas de bajos ingresos, mientras que da trato especial a personas con poder político y económico, favoreciendo a los delincuentes de cuello blanco. Y carece de la fuerza para hacer cumplir sus decisiones, como lo demuestran la negativa de la Asamblea Nacional a cumplir una orden de la Corte Suprema de Justicia, para que entregase a los medios información detallada de las contrataciones de personal y la frecuente negativa de imputados de acudir a sus citaciones.

En realidad, la mala imagen de la justicia panameña es de vieja data, pero jamás el sistema había estado sumido en tantos escándalos generados por fallos de dudosa factura, como en la actualidad. Era tal la corrupción en los años de 1970, que el abogado y periodista Camilo Pérez calificó a la CSJ como “un potrero lleno de garrapatas” en su columna Bona Fide, que servía en el diario Crítica.

El deterioro del sistema de justicia se agudizó en el Siglo XXI. En 2005, el magistrado Adán Arnulfo Arjona acusó a tres magistrados de favorecer con decisiones al margen de la ley a personas investigadas por narcotráfico, homicidios y tráfico internacional de armas.

Cuatro de los fallos se produjeron entre marzo y julio de 2004, subrayó Arjona, quien fue acusado por aquellos de faltar a la ética. Para esos días renunció el secretario ejecutivo del Consejo Nacional de Transparencia contra la Corrupción, por sentirse sin apoyo para luchar contra la corrupción.

La llegada en 2008 a la presidencia de la CSJ del magistrado Harley James Mitchell nos regaló una chispa de esperanza, cuando propuso una serie de medidas para depurar el sistema de justicia. Ordenó auditorías en el sistema, que arrojaron resultados escandalosos, y publicó los resultados, según informó la escritora Berna Calvit en su columna (De justos y verdugos), publicada en mayo de 2009 en La Prensa. Lamentablemente, Mitchell no logró respaldo de sus colegas, ni del Colegio de Abogados, a una iniciativa para que se facultase al presidente de la CSJ para solicitar la suspensión de los jueces con procesos disciplinarios o faltas a la ética.

Frente a tan deprimente estado, no es casual que la justicia en Panamá haya caído de la posición 64 en 2019 a la 71 en 2021 en la evaluación de la calidad del estado de derecho que realiza el World Justice Project (WJP) entre 126 naciones. Los escándalos de reciente data, como la absolución –contra todas las evidencias– del expresidente Ricardo Martinelli, en el juicio por los pinchazos ilegales, sin duda impactarán la próxima evaluación. El WJP define el estado de derecho como “un sistema duradero de leyes, instituciones, normas y compromiso comunitario, que ofrece rendición de cuentas, leyes justas, gobierno abierto y justicia accesible”.

Un estudio realizado en 2005 por la Fundación Open Society Institute, con sede en Washington, sobre controles y descontroles de la corrupción judicial, reveló dos clases de corrupción judicial en Panamá: la aislada que practican funcionarios y empleados judiciales y – la más grave – la sistemática que practican funcionarios o grupos de personas. Esta se caracteriza por la condición personal del acusado o de la víctima.

El pobre desempeño de nuestra justicia, más al servicio del poder político y económico que de la sociedad, es en buena medida responsable de la decreciente confianza del panameño en la democracia. Tan es así, que para 2019 el Barómetro de las Américas indicaba que solo el 26.1% de los panameños estaba satisfecho con la forma como funciona la democracia, a pesar de que el 53.8% la consideraba el mejor sistema de gobierno.

Lo cierto es que la nuestra no es una verdadera democracia, pues casi siempre las elecciones se definen por el clientelismo y/o la compra de votos. Solo lograremos salir de este abismo cuando surja un candidato antisistema, con valores éticos, que nos proponga cambiar radicalmente ese estilo de gobierno. Y con el carácter para convencer a la gran mayoría que respalde su propuesta electoral. Confío en que esta aspiración ocurra más temprano que tarde.

El autor es periodista

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