La regla de oro

Enunciada como un principio fundamental por prácticamente todas las religiones y credos religiosos, la regla de oro se resume en el principio cristiano que reza, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22, 39) y en el mandato “como queráis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Lucas 6, 31).

La regla de oro, definida como un principio de reciprocidad ética, ha sido enunciada en distintas formas por profetas y líderes del judaísmo, el budismo, el islamismo, el hinduismo, el jainismo (India), el taoísmo y el confucianismo (China) y la fe Baha’i, entre otros. Y también es la base del movimiento humanista que han impulsado creyentes y no creyentes por igual desde la época del Renacimiento.

Ese antiguo principio de actuar con absoluta equidad tiene aplicación no solo en las relaciones interpersonales, sino en la administración del Gobierno (especialmente de su sistema de justicia) y en las relaciones internacionales. Su aplicación en las simples relaciones interpersonales, nos llevaría, por ejemplo, a evitar prácticas típicas del “juega vivo” panameño. Recientemente, la regla de oro ha tomado fuerza por el empeño del presidente estadounidense Barack Obama en impulsarla. Pero él no ha sido el primer mandatario de un país en hacerlo; antes lo han hecho muchos otros, aunque no con el aparente propósito de Obama de convertirla en norte de su gobierno.

En el caso de Estados Unidos, es memorable la apelación que hizo John F. Kennedy a la regla de oro cuando, en 1963 (poco antes de su muerte), invocó ese principio al pedirle a los blancos que aceptaran a los negros en universidades hasta entonces vedadas para estos. Les pidió que se imaginaran ser negros y, en ese rol, recibir la negativa a ingresar a una universidad solo por el color de su piel.

“¿Estarían ustedes contentos de ser tratados de esa manera?”, preguntó Kennedy a su auditorio blanco en la Universidad de Alabama. “La raíz del problema es si vamos a tratar a nuestros conciudadanos como nosotros deseamos ser tratados”, puntualizó. Obama, por su parte, ha confesado una profunda devoción por la regla de oro. Y al hacerlo, ha recordado a su padre negro, quien fue primero musulmán y después ateo, y a su madre blanca que, aunque no era practicante religiosa, era una profunda humanista. Ambos eran practicantes de la regla de oro y ella particularmente le enseñó a “amar y comprender a los demás y a tratarlos como a él le gustaría ser tratado”.

El Presidente estadounidense va aún más lejos. Considera que la regla de oro debe ser practicada en las relaciones internacionales, esfuerzo en el que podría contribuir la fe en ella por cristianos, islamitas, judíos y otras creencias. En una visita que hizo a El Cairo, Egipto, en junio de 2009. “Hay una norma que yace en el corazón de cada religión, tratemos a los demás como nos gustaría ser tratados. Esta verdad trasciende naciones y pueblos…”, subrayó, insinuando la aplicación de este sabio principio en la solución del conflicto árabe–israelí.

El liderazgo de Obama ha tenido la virtud de revivir una iniciativa que trató de impulsar el Parlamento de las Religiones del Mundo en 1993 al proclamar su “Declaración hacia una ética global” (www.parliamentofreligions.org). En ese documento, suscrito por 143 líderes de religiones y de creencias religiosas, el parlamento ecuménico reconoció la regla de oro como el principio fundamental de la mayoría de las religiones. Creo firmemente que el seguimiento a ese compromiso puede propiciar la distensión necesaria para resolver los conflictos que hoy aquejan al mundo.

En tiempos de la Semana Mayor, he considerado oportuno recordar ese principio que nos debe inspirar a todos, particularmente a quienes ejercen el poder. A nivel nacional, la regla de oro podría iluminar a nuestro gobierno para enderezar caminos en la búsqueda de una justicia respetuosa de la separación de los poderes; a evitar prácticas censurables que antes criticó a quienes son hoy oposición, y a escuchar aquellas voces de la sociedad civil que solo buscan aportar al bien común.

Reconozco que para llegar a esos niveles de liderazgo se requiere tener la vocación de estadista que nos está demostrando el líder estadounidense.

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