Por más que se resista, el mal está predestinado a caer frente al bien, aun con las debilidades que manifiesta el ser humano. Esta realidad ha sido comprobada una y otra vez por la historia. En el caso de Panamá se manifestó cuando el Estado criminal que había logrado instaurar Manuel A. Noriega, sucumbió hace justamente 20 años ante las presiones del civilismo y la invasión de Estados Unidos a Panamá.
Muerto el general Omar Torrijos en circunstancias que –a mi juicio– arrojan fundadas sospechas sobre quien entonces controlaba la inteligencia militar, el proceso de democratización del país se vio enturbiado por la desmesurada obsesión de Manuel A. Noriega, apoyado por activistas del PRD, de mantener a toda costa el control político del país de forma indefinida.
Esa obsesión, sostenida en los beneficios que generaban las actividades criminales, lo impulsó a cometer toda clase de abusos contra los derechos humanos de los panameños. Abusos que se inspiraron en la política, abanicada por sus adláteres, que enunció el dictador el año de su caída: “Plata para el amigo, palo para el indeciso y plomo para el enemigo”. Esa plata que repartía a manos llenas provenía de los tributos directos e indirectos que pagamos los panameños y de las actividades ilícitas mencionadas.
La historia de ese periodo vergonzoso ha sido apropiadamente recogida por diversos medios de comunicación, y debe ser transmitida a las presentes y futuras generaciones, por lo que no repetiré aquí esos hechos. Me referiré al infructuoso esfuerzo realizado por Noriega para lograr apoyo nacional e internacional a sus pretensiones, bajo el alegato de que las acusaciones de Estados Unidos en su contra estaban inspiradas en el propósito de retener el control del Canal después del 31 de diciembre de 1999, con lo que se habría violado la letra y el espíritu de los Tratados Torrijos–Carter.
En esos años, yo desempeñaba el cargo de director asociado de relaciones públicas de la Comisión del Canal de Panamá, y como tal me correspondió acompañar al entonces subadministrador de la CCP, Fernando Manfredo, Jr., en una gira a Expo–Ship Rio, en Brasil, y por los principales países sudamericanos usuarios del Canal, para explicar en esos países el progreso alcanzado en la ejecución del Tratado y desmentir la tesis inventada por Noriega.
Lo cierto es que la tesis del dictador había logrado calar en los países de la región, en donde persistían fundadas suspicacias sobre Washington. Las explicaciones ofrecidas por Manfredo fueron tan concluyentes que lograron convencer a participantes en Expo–Ship Río y a políticos e intereses navieros de Brasil, Chile, Perú, Ecuador y Colombia que el Tratado se ejecutaba de acuerdo a lo programado, y que nada sugería pretensión alguna de Estados Unidos de retener el control de la vía acuática más allá del año 2000.
La misión no estuvo exenta de obstáculos, pues siempre sentimos la presencia de Noriega. En la Conferencia de Río, un enviado del régimen pidió la palabra en el pleno para desmentir a Manfredo y acusarlo de “traidor”, pero fue declarado fuera de orden y expulsado de la tarima. Y cuando llegamos a Bogotá recibimos informes de inteligencia de presuntas instrucciones al M–19 desde Panamá para asesinar a Manfredo.
Hace varias semanas escuché en una radioemisora a uno de los militares allegados a Noriega insistir en la tesis de que Estados Unidos pretendía violar el Tratado y que fue esta la razón que lo impulsó a respaldar al dictador. Ese militar sabe, mejor que nadie, que lo que estaban defendiendo él y quienes apoyaban a Noriega eran los enormes privilegios que obtenían por mantenerlo en el poder.
La historia se encargó de desmentir la tesis “patriótica” del dictador y de sus adláteres, pues –tal como estaba pactado en el Tratado de 1977–, el Canal fue entregado a su legítimo dueño el mediodía del 31 de diciembre de 1999.