El estadio Rommel Fernández Gutiérrez vibró como pocas veces en su historia. Desde mucho antes del pitazo inicial, la Marea Roja que llenó el coloso de Juan Díaz sabía que no era un partido más. Se jugaba la vida, la ilusión y el sueño de volver a un Mundial.
Cuando el himno nacional comenzó a sonar, ya no hubo garganta que resistiera. Las miles de voces se unieron en un solo grito eufórico, mientras los jugadores, con los ojos brillantes, entonaban cada palabra como si fuera una promesa. Allí empezó a escribirse otra de esas noches que quedarán tatuadas en la memoria de un país entero.
Cuando el balón rodó, Panamá no dudó. El equipo de Thomas Christiansen firmó un partido redondo y completo, de esos que justifican cada sacrificio hecho en la eliminatoria. Con orden, intensidad y personalidad la Roja dominó cada rincón del campo de juego, impulsada por un público que nunca dejó de creer y que, desde el primer minuto, empujó con cánticos que retumbaban: “¡Sí se puede!”, “¡Vamos muchachos, esta noche tenemos que ganar!”. El estadio era un volcán.
La explosión llegó muy pronto. A los 17 minutos, César Blackman abrió el camino con un derechazo que hizo estallar las tribunas. El grito fue liberador, eléctrico, una primera chispa que encendió la esperanza. Y justo cuando el primer tiempo agonizaba, Eric Davis, desde el punto penal, aumentó la ventaja al 45+4’, elevando la emoción a niveles imposibles de medir.
Pero el Rommel no solo celebraba los goles propios. Desde el sonido interno del estadio y a través de rumores que iban de grada en grada, la afición seguía el duelo en Ciudad de Guatemala, donde la selección chapina necesitaba vencer a Surinam para mantener viva la posibilidad panameña. Cuando el 0-0 parecía eterno, llegó la ayuda esperada. En el complemento, Guatemala despertó y derrumbó la resistencia de Surinam. Los goles de Darwin Lom (49’), Olger Escobar (57’) y Óscar Santis (65’) fueron celebrados en Panamá como si sus autores vistieran la camiseta roja. El estadio entero rugió con cada anotación extranjera, en una comunión futbolera pocas veces vista en la región.

La noche estaba destinada a ser perfecta, y así lo confirmó José Luis Rodríguez al minuto 85. Su gol, el tercero de Panamá, terminó de sellar la obra. El Rommel Fernández se convirtió en un templo de emoción, la gente abrazándose sin conocerse, lágrimas en rostros jóvenes y veteranos, banderas ondeando al viento como si tuvieran vida propia.
El pitazo final cayó como un terremoto emocional. Era el cierre de una eliminatoria durísima, que exigió al máximo a jugadores y cuerpo técnico. Panamá terminó invicta en seis partidos, pero solo en el último pudo sellar el boleto mundialista. Esta vez, a diferencia del doloroso final del proceso rumbo a Catar 2022, la historia escribió un capítulo distinto. El fantasma de la eliminación quedó atrás. Panamá volvió.
Con la clasificación asegurada, la fiesta se desbordó por toda la ciudad. Avenidas, casas, parques y vehículos se llenaron de banderas, música y alegría. La celebración se extendió hasta los primeros rayos del amanecer, cuando aún se escuchaban cánticos que se confundían con el tráfico temprano del miércoles.
Panamá, por segunda vez en su historia, estará en una Copa del Mundo. El equipo de Christiansen iguala lo conseguido en las eliminatorias rumbo a Rusia 2018, repitiendo la gesta que alcanzó Hernán Darío "Bolillo" Gómez. Pero esta clasificación, por su dramatismo y por la fe inquebrantable de un país entero, tiene un brillo distinto.
Una noche épica. Una noche mundialista. Una noche para nunca olvidar.

