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Control previo

Transparencia condicionada: la nueva doctrina de la Contraloría

La Contraloría General de la República cuenta con una herramienta indispensable para el control ciudadano: el “SCAFID” (Sistema de Seguimiento, Control, Acceso y Fiscalización de Documentos).

Hasta hace poco, esta plataforma permitía a cualquier ciudadano verificar, sin límites, la trazabilidad de los trámites públicos gestionados en esa entidad: fechas de entrada y refrendos, montos, conceptos, beneficiarios, adendas, cheques y liquidaciones, entre otros. Un instrumento de transparencia activa, conforme a los artículos 1, 2 y 9 de la Ley 6 de 2002 sobre Acceso a la Información Pública (Ley de Transparencia), que permite observar el uso de los fondos del Estado sin hermetismos, condiciones ni restricciones.

El acceso abierto a esta herramienta permitió detectar y documentar, por ejemplo, las irregularidades en los denominados “auxilios económicos” otorgados por el Ifarhu, escándalo que derivó en la detención de su exdirector y que evidenció el poder del escrutinio ciudadano cuando las instituciones funcionan a la luz del día.

Sin embargo, bajo la administración del contralor Anel “Bolo” Flores, el acceso a la plataforma del SCAFID fue condicionado a un registro obligatorio del usuario. Es decir, se debe proporcionar nombre, apellido y número de cédula y, además, las consultas quedaron restringidas a un máximo de diez por día.

Es la primera vez que se limita y se exige la identificación plena de quien consulte esta plataforma de información pública, lo cual introduce un efecto disuasivo e incluso intimidatorio: la huella del ciudadano queda registrada con su identidad completa. Este cambio limita el libre ejercicio de la fiscalización, vulnera el principio de publicidad administrativa (Ley 38 de 2000) y afecta el derecho constitucional a obtener información de interés público (artículo 42 de la Constitución).

El contralor Flores predica transparencia, pero sus actos reflejan lo contrario: una política de opacidad institucional diseñada para limitar el libre e ilimitado acceso a la información. No se trata de un error técnico, sino de una decisión enteramente política. Y cuando la transparencia se vuelve confidencial, el control público se transforma en discrecionalidad privada.

La restricción del SCAFID es solo una pieza en una larga cadena de conductas coercitivas e inconstitucionales. En los últimos meses se ha denunciado que la Contraloría ha condicionado el refrendo de adendas contractuales a la renuncia expresa de derechos adquiridos por los contratistas. Una práctica abusiva y carente de sustento legal, que viola el principio de irrenunciabilidad previsto en el artículo 161 de la Ley de Contrataciones Públicas, el Código Civil y la jurisprudencia reiterada de la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia.

El refrendo —un instrumento de control previo—, lejos de funcionar como herramienta de fiscalización, se percibe como un mecanismo de presión política: un chantaje institucional que somete a entidades, funcionarios y proveedores.

A ello se suma una resolución interna emitida por el propio contralor, que le otorga la facultad de cautelar bienes, inmuebles, fondos y cuentas sin autorización judicial. Se trata de un acto de usurpación de funciones del Órgano Judicial, en abierta violación del artículo 32 de la Constitución, según el cual nadie puede ser privado de sus bienes sino por autoridad competente y mediante debido proceso.

La medida no solo carece de base legal, sino que inaugura una peligrosa figura: la Contraloría como juez y ejecutor. Sin tribunal. Sin control. Sin garantías de un proceso justo.

La ironía es evidente: el mismo contralor que hoy filtra la luz del SCAFID fue quien refrendó contratos manifiestamente irregulares vinculados a la limpieza de hospitales públicos, pese a informes de incumplimiento elaborados por la Defensoría del Pueblo, además de advertencias y denuncias de ilegalidad, corrupción y tráfico de influencias.

Ese refrendo no fue una omisión: fue una decisión. Una que desmonta el discurso moralista del funcionario que dice combatir la corrupción mientras consolida y promueve la opacidad, que abre la puerta, precisamente, a la corrupción.

Hoy, la Contraloría no se comporta como un órgano de control, sino como un instrumento de censura institucional. Decide qué trámites avanzan, cuáles se congelan y ahora también quién puede mirar y quién debe callar.

Condicionar adendas, restringir el acceso al SCAFID, refrendar contratos abiertamente ilegales y dictar resoluciones con efecto judicial no son hechos aislados: son síntomas de un mismo mal. La concentración de poder sin contrapesos.

El contralor Flores ha conseguido lo que ninguna reforma constitucional se atrevió a proponer: concentrar en su despacho atribuciones ejecutivas, administrativas y cuasijudiciales. El resultado: una Contraloría con poder para controlar, silenciar y castigar.

Pero no se combate la corrupción desde la penumbra. No se defiende la transparencia restringiendo la información. Y mucho menos se construye institucionalidad cuando un funcionario se atribuye facultades que ni la ley ni la Constitución le conceden.

Si de verdad se pretende combatir la corrupción, el primer paso no es apagar la luz, porque la transparencia no se proclama: se practica. Y cuando el discurso de honestidad se combina con la censura, el resultado no es virtud pública, sino autoritarismo administrativo.

Panamá no necesita un contralor todopoderoso, sino una Contraloría que recuerde sus límites: ser garante, no verdugo. Porque, en democracia, quien condiciona el acceso a la información pública no la protege: la secuestra.

El autor es empresario y consultor en contratación estatal.


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