Panamá incurre en un gasto considerable en licencias informáticas. Esto no ocurre solo a nivel del Gobierno Central, sino también en todas las entidades descentralizadas, autónomas y demás instituciones. Existe una fuerte dependencia del software privativo, lo que provoca que cada licitación de una máquina le cueste al Estado entre un 15% y un 20% más.
La mayoría de las licencias de software no especializado que compra Panamá son de Windows y Office, programas que se han convertido en un estándar global y por los cuales pagamos ese sobrecosto. Sin embargo, existen alternativas. El software libre cuenta con décadas de desarrollo y ofrece opciones sólidas para reemplazar el sistema operativo de los computadores (Windows). Esto no es una novedad en el país: el software libre abarata costos y ya ha sido adoptado en los equipos de muchos negocios para procesar pagos; es, por así decirlo, una forma eficiente de implementar un sistema que cumple la misma función.
¿Es difícil de usar? ¿Debo ser un hacker? Para nada. Este software puede emular con exactitud la interfaz de Windows, logrando que los usuarios apenas perciban el cambio. Además, los sistemas Linux cuentan con una gran variedad de software generalista que, sumado a las herramientas web, los hace más viables, económicos y seguros. Son más resistentes a los virus y, en el ámbito educativo, los estudiantes tendrían más dificultades para llenar las computadoras con juegos; de querer hacerlo, se verían obligados a aprender, lo cual representa un beneficio mutuo en una sociedad con un evidente rezago en el campo de la informática.
¿Y Office? También tiene una alternativa libre. LibreOffice es gratuito, se mantiene actualizado y posee toda la compatibilidad necesaria. La única razón para seguir pagando millones en licencias es una cuestión patológica de la que todos hablamos, pero sobre la cual poco se escribe: pura pereza. No queremos aprender a hacer las cosas de forma distinta ni realizar un esfuerzo mayor, sin importar que con ello se podrían ahorrar millones destinados a vivienda digna, escuelas mejor equipadas, salarios justos o servicios públicos eficientes. Esa es la cuota que pagamos por la comodidad.
Este modelo tecnológico ya se aplica en países como Alemania, Dinamarca, Francia, Uruguay o Corea del Sur. No se hace solo por soberanía tecnológica, seguridad nacional, reducción de costos o reutilización de equipos que parecen obsoletos, sino también por la maleabilidad del software libre, que permite adaptarlo a las necesidades nacionales.
Hablamos de soberanía alimentaria, pero no de soberanía tecnológica. Hablamos de atraer a grandes empresas o de fabricar microchips, pero nos aterra pensar en opciones fuera del ecosistema de Windows. Lo que hace funcionar a los teléfonos, televisores, servidores y supercomputadoras no es Windows; entender esto es fundamental para dimensionar lo pequeña que es nuestra presencia en el universo del desarrollo informático.
El ahorro estatal no consiste únicamente en eliminar puestos de trabajo, recortar incentivos o programas sociales, sino también en optimizar el gasto público. Debemos encontrar alternativas viables a largo plazo que permitan liberar fondos para la investigación, las obras públicas, la promoción del turismo, la protección del ambiente o el ahorro; después de todo, ahí está el “pozo sin fondo” de la CSS.
Todo lo planteado puede ser implementado por gobiernos locales, escuelas e incluso empresas privadas para disminuir sus costos operativos y aumentar sus beneficios mediante el reemplazo de software no especializado y sustituible de forma segura, sin seguir usando Windows XP, programas con licencias vencidas o piratas… en infraestructura crítica.
El autor es abogado consultor en temas legales, parlamentarios y políticos.
